jueves, 31 de mayo de 2007

Descarrilamiento de un modo de concebir el final de ETA

Javier Villanueva (Página Abierta, 178, febrero de 2007)

El panorama inmediato tras el atentado del pasado 30 de diciembre en Barajas ha sido desolador. No sólo por la tristeza en los rostros de los familiares y paisanos de los dos ecuatorianos sepultados entre los escombros, o por la espectacularidad del destrozo causado en la Terminal 4, o por la frustración de la esperanza de ver ya el final de ETA. También ha pesado lo suyo la inoportuna y lamentable trifulca política que se ha montado a cuenta de las manifestaciones de Madrid y Bilbao. Pero se equivocarán el PP y ETA-Batasuna si toman el desconcierto general que ha habido como un éxito suyo. Si se mira bien, lo que ganan con lo ocurrido es pan para hoy y hambre para mañana.
La consecuencia más importante del atentado de Barajas es que ha descarrilado algo más que una tregua o un alto el fuego permanente. Ha descarrilado la idea misma de la tregua, como se ha dicho tanto en estos días, que ha perdido toda credibilidad: la tregua –como aval para iniciar un “proceso de pacificación”– ya no vale un pimiento. Tras Barajas, ha pasado a primer plano la renuncia definitiva de ETA a las armas como condición inexcusable para empezar a hablar. Ha descarrilado también una manera de concebir el final de ETA (y en el fondo de concebir el “problema vasco”, con un fuerte arraigo en el País Vasco y en los ambientes progresistas y nacionalistas de Cataluña y en la izquierda de la izquierda del conjunto de España) que lo asociaba estrechamente, de una u otra manera, a la existencia de un déficit democrático y a la discusión de ciertas cuestiones políticas y, por tanto, al intercambio de cromos, como si el fin de ETA fuese la puerta para acceder a un nivel superior de democracia en el País Vasco y en el conjunto de España.
En la resaca del atentado de Barajas se está reforzando en la opinión pública, como nunca hasta ahora se ha conocido, la convicción de que si ha de haber cambios políticos será porque la sociedad los desea y porque se siente con capacidad de concretarlos e implementarlos sin dañar derechos de terceros. Pero no, ni nunca, a cuenta del fin de ETA o como premio a su desaparición. En Barajas ha quedado demostrado que la asociación de ambas cosas es puro veneno, más allá de las (buenas) intenciones de muchos.
Diálogo y oportunidad
Según el diccionario de María Moliner, diálogo es la acción de hablar con otra o más personas, contestando cada una a lo que otra ha dicho antes. Exige primero escuchar y luego contestar a lo que nos han dicho. Así entendido, el diálogo es un principio general de relación y comunicación entre personas. Y lo contrario al monólogo que abunda en la política: soltar tu rollo y no escuchar el del otro ni responder a sus preocupaciones.
Es evidente que no hay diálogo si una de las partes no quiere escuchar y contestar. Eso es lo que ha ocurrido normalmente con ETA. Si miramos hacia atrás, observaremos que los atentados más duros los ha cometido ETA cuando tenía delante algunas expectativas de diálogo con el Gobierno central. Ha sido en esos momentos, en vísperas o en medio de conversaciones, cuando entendía la oferta de diálogo como una debilidad de la otra parte y, en consecuencia, cuando la interpretaba como una ocasión para pujar al alza en su carrera y llevar a cabo más y más sangrientos atentados. Florencio Domínguez ha ilustrado en sus libros esta tesis con una contabilidad detallada de las acciones de ETA y de sus víctimas relacionadas directamente con esa curiosa y trágica concepción del diálogo que asociaba el número de muertos a la exhibición de poder y a la expectativa de aumentar su margen de negociación. Aunque, si se echan bien las cuentas, en realidad lo que conseguía con ello no era sino cerrar a cal y canto cualquier salida dialogada y empeorar las cosas en vez de mejorarlas.
Aun así, y durante muchos años, el final dialogado de la violencia ha sido una bandera política que algunos la contraponían tajantemente a la derrota de ETA. Pues bien, el tiempo ha demostrado que la separación tan contundente entre ambas cosas no era acertada y que ha sido necesaria la voluntad de inferir a ETA un elevado grado de derrota en todos los planos (moral, político y operativo) mediante un acoso sin cuartel: político, legislativo (en especial, con la Ley de partidos, que ha dejado en fuera de juego político al sector social en que se apoya ETA), judicial, penitenciario, policial, mediático, especialmente en el quinquenio del 2000 al 2004, para que pudiera madurar su conciencia de que no tiene otra salida que el abandono definitivo de las armas o la cárcel y, a partir de esa constatación, para crear la oportunidad de que el presidente Zapatero llevara al Congreso una iniciativa política para llegar a un final dialogado de la violencia de ETA.
Por decirlo de otra manera, la fórmula del final dialogado no es sino una versión particular de la historia del palo y la zanahoria. Lo cual parece que se está olvidando ahora, tras el atentado de Barajas, cuando unos vuelven a enfatizar el talismán de la derrota y otros el talismán del diálogo como si fueran dos cosas necesariamente contrapuestas. Unos y otros olvidan que no hay talismanes, o que son falsos, o que ambos paradigmas en estado puro han fracasado igualmente. Aunque sea una paradoja, ha sido la combinación de ambas cosas, su derrota (relativa) y la oferta de un diálogo (condicionado), aparentemente tan contradictorias, lo que ha permitido durante nueve meses que hayamos vivido la esperanza de lograr el final definitivo de ETA.
Desde que en los años 2002-2003 declinó la última gran campaña de atentados mortales de ETA, apenas nadie discutía que ETA y Batasuna estaban contra las cuerdas: rechazados por la inmensa mayoría de la sociedad, expulsados de la política, acosados por los aparatos policiales y judiciales y por el compromiso de colaboración antiterrorista de los Estados a escala internacional tras los atentados islamistas de Nueva York, Madrid y Londres. El reloj corría en su contra. O variaban de rumbo, o se metían en un túnel sin salida. Batasuna no tenía futuro político si continuaba atada a ETA, y estaba abocada a romper con ETA si quería tenerlo, mientras que ETA se quedaba sin otro horizonte plausible que la cárcel y el exilio.
La oferta de Zapatero a ETA de un final dialogado, confirmada por la resolución del Congreso de los Diputados en mayo de 2005, fue una manera inteligente, oportuna y eficaz de interpretar la situación de ETA y Batasuna. Su base racional fue (y sigue siendo) la presunción de que hay un interés mutuo de minimizar los riesgos de una operación como la de poner punto final a la existencia de ETA que presenta abundantes complicaciones.
Por parte del Gobierno de Zapatero y de la mayoría parlamentaria que le apoya había (y sigue habiendo) un interés razonable de minimizar los riesgos de que ETA persista en su actividad, o de un final incierto e incontrolado, o de un final que deje heridas sin cicatrizar y un rescoldo de resentimientos...
Por parte de ETA y Batasuna no sólo se trata de minimizar el riesgo de perderlo todo. Se trata de aferrarse a un modelo de final que es el menos malo de todos los imaginables tal y como están las cosas: le abre la puerta a una salida no humillante, lo que es mucho a estas alturas, una salida arropada por la vuelta a la legalidad política del sector social cuya principal seña de identidad ha sido hasta la fecha unir su suerte a la de ETA, lo cual a su vez le permite componer un discurso ante los suyos más o menos apañado de que a partir de ahora van a proseguir su lucha por medios pacíficos y democráticos.
El alto el fuego declarado por ETA el pasado 22 de marzo fue una respuesta inteligente a esta situación, acogiéndose a la oferta pública de Zapatero de un final dialogado. La declaración de ETA de aquel día contenía dos importantes novedades: 1) el anuncio del cese permanente de sus actividades violentas, esto es, el abandono de hecho de las armas mediante el acto unilateral de expresar esa voluntad; 2) la razón que sostiene esa decisión («impulsar un proceso democrático en Euskal Herria para construir un nuevo marco en el que sean reconocidos los derechos que como Pueblo nos corresponden y asegurando de cara al futuro la posibilidad de desarrollo de todas las opciones políticas»), lo cual es una forma de reconocer que las armas y las bombas no sirven para ello y, por consiguiente, de reconocer su inutilidad política.
Pero, por decirlo todo, también proyectaba en su ambigüedad algunas sombras inquietantes. Eludía lo principal que ahora se espera de ETA: la confirmación expresa y clara de su renuncia definitiva a imponer a la sociedad sus objetivos políticos por la fuerza de las armas, las bombas y la extorsión, y, por tanto, eludía también el reconocimiento del daño causado a sus víctimas y al conjunto de la sociedad. Esto último, además, quedaba aún más ensombrecido por la advertencia de que pretendía convertir su trágico historial en un capital político para el futuro de los “suyos”. De forma que, en su lenguaje peculiar, ETA avisaba de que no estaba dispuesta a echar por el retrete la justificación de su existencia y de su persistencia y de que la única forma de medir su “utilidad histórica” era mediante la obtención de unas contrapartidas políticas a cuenta de su desaparición.
Estas ambigüedades no pasaron desapercibidas para muchos, pero predominó un aire comprensivo hacia esa forma de anunciar su final por parte de ETA, entendiendo que fuera la única viable, probablemente. Al margen de que unos lo vieran con más optimismo y otros con más escepticismo, a una gran mayoría de la sociedad le pareció razonable que el Gobierno se embarcara en este intento, a tenor de las encuestas, y lo consideró un ejercicio responsable de sus obligaciones con la sociedad. C
Concepto y método: los dos carriles,

En su libro-entrevista Mañana Euskal Herria, editado por Gara a finales del 2005, Arnaldo Otegi presume de que, en el acto de Anoeta celebrado el 14 de noviembre del 2004, Batasuna aportó un método nuevo para afrontar y superar el “conflicto político y armado vasco”: «La propuesta de las dos mesas, los dos espacios de diálogo con protagonistas y contenidos diferenciados». «Las dos mesas –dice– conforman en realidad un proceso integral, que es político y que es de desmilitarización». Para ilustrar su carácter integral, Otegi advierte de que no se puede quedar en una “negociación técnica”, es decir, en un “proceso de desmilitarización”, ni tampoco en una reforma estatutaria. Ni una ni otra cosa, dice, permitiría resolver el “conflicto”. Conclusión: nos avisa de que el “conflicto” permanecerá mientras no se desaten sus dos nudos: «El reconocimiento de Euskal Herria como sujeto político y el derecho a decidir del pueblo vasco».
Lo que propone Otegi, por tanto, es más que un método de resolución, las dos mesas, ya que incluye también a su vez los contenidos de los acuerdos a los que se debe llegar en cada una de ellas. Entre ETA y los Gobiernos de los dos Estados se abordará la «desmilitarización del conflicto» y se acordará «la superación de las consecuencias del mismo en lo que se refiere a presos, refugiados y víctimas multilaterales». En la otra mesa, «entre los agentes políticos, sociales y sindicales de Euskal Herria», se acordará «el camino que nos conduzca hasta una realidad donde sea posible que vascos y vascas, de manera pacífica y democrática, decidamos libremente nuestro futuro».
Por consiguiente, la interpretación de la oferta de Batasuna en Anoeta asocia en un todo inseparable estas tres proposiciones: 1ª) ETA es la expresión armada de un conflicto político; dicho de otra forma, es “una violencia de respuesta” derivada de la existencia de un conflicto; 2ª) la esencia del conflicto es la negación de (toda) Euskal Herria como nación y la negación de su derecho a la autodeterminación; 3ª) la desaparición de ETA está vinculada a la superación del conflicto. De manera que estamos no sólo ante un método o forma de resolver el dichoso “conflicto”, sino sobre todo ante una definición de él, ante un modo muy particular de concebirlo. Para que no quedara duda, Otegi afirmó con énfasis que esta propuesta tenía el respaldo de toda la izquierda abertzale, es decir, también de ETA.
Bien mirado, sin embargo, todo el mundo nacionalista vasco comparte esta concepción que, primero, relaciona el origen y la persistencia de ETA en relación con el conflicto político vasco y que, luego, aúna la solución de ambas cosas en un binomio inseparable: el proceso de “pacificación y de normalización”. Aunque con algunos matices muy importantes, sobre todo en lo que concierne a la primera proposición. La parte de este mundo identificada con el llamado nacionalismo democrático (representada políticamente hoy día por PNV, EA y Aralar) restringe el alcance de la primera proposición y la limita a los orígenes de ETA durante el franquismo. Para este amplio sector de la sociedad vasca la persistencia de ETA no sólo ya no se justifica con los actuales niveles de democracia y autogobierno, sino que merece su rechazo moral (o reprobación o condena), aparte de considerarla contraproducente e inútil para la propia causa nacionalista vasca.
De alguna manera, tampoco es del todo ajena al mundo del socialismo vasco dicha concepción. En el epílogo del libro Los últimos españoles sin patria (y sin libertad). Escritos sobre un problema que no tiene solución pero sí arreglo (Editorial Cambio, 2003), de Jesús Eguiguren, el actual presidente del PSE, publicado dos años antes del de Otegi, se puede leer lo siguiente: «El objetivo es abrir una dinámica tendente a superar la situación de tragedia y sufrimiento que padece la sociedad vasca. La forma de superar este estado de cosas es el consenso de las distintas tradiciones políticas que integran el pluralismo vasco, mediante acuerdos que sólo pueden lograrse en ausencia de cualquier tipo de violencia». Esta frase de Eguiguren comparte la tercera proposición que va implícita en la oferta de Anoeta, aunque no en absoluto las otras dos, de modo que también asocia el final de ETA (y de las consecuencias de «tragedia y sufrimiento que padece la sociedad vasca») a un arreglo sobre las cuestiones políticas que nos dividen y enfrentan a los vascos.
Este punto de encuentro entre Otegi y Eguiguren tampoco es una cosa extraña. En realidad, esa tercera proposición es una parte sustancial de un modo de concebir el final de ETA predicado por el nacionalismo vasco desde los tiempos del Pacto de Ajuria Enea (firmado en enero de 1988) y aceptado por el resto de las fuerzas políticas, incluido el PP de la época (entonces Alianza Popular). De modo que se apoya en una evidente legitimidad histórica. Por ello, pienso que ahora, 19 años después, ha sido, en muy buena medida, inevitable la exigencia de un doble diálogo para encauzar el final de ETA: entre los partidos políticos y entre ETA y el Gobierno central.
Por un lado, una parte muy importante de la sociedad, la que representa el nacionalismo vasco, así lo exige y quiere, puesto que considera importante que, más allá del final de ETA y para erradicar la tentación de que resurja otra reacción parecida, se intente resolver el conflicto político que –a su juicio– motivó el nacimiento de ETA. Es más, esta retórica conecta con el mito nacionalista de un punto cero en que se vaya a resolver definitivamente el conflicto vasco, que se arrastra desde 1839 según la doctrina de Sabino Arana (y según otros, desde 1200, cuando Castilla arrebató los territorios de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa al reino de Navarra, y desde la conquista de Navarra por las tropas del Duque de Alba en nombre de Castilla en 1512). Cualquiera sabe que es así como piensa en general el mundo nacionalista vasco al respecto.
Por otra parte, el segundo carril, esto es, la exigencia del diálogo entre los partidos políticos, siempre está abierto en la democracia si se mira bien, de manera que no se puede negar, salvo negando la democracia misma.
Prevenciones y límites
Intuyo que si Zapatero aceptó en su día la metodología de los dos carriles no fue tanto por creer en su bondad sino por estas dos razones que acabo de exponer. Lo cual es un acto de realismo puro y duro por su parte. Zapatero sabe que hoy día sería excesivo exigirle al nacionalismo vasco que renuncie a ese mito del punto cero, cuando éste carece de una alternativa que lo sustituya y se quedaría desnudo. Y, además, sabe que no podría negarse a este segundo carril (la mesa de partidos) sino a costa de quedarse en desventaja ante sus competidores, que le colgarían el sambenito de oponerse al diálogo político y, en consecuencia, a la democracia misma.
Cualquier observador estaba al tanto, y por consiguiente también lo habrá estado Zapatero, de la convergencia de un conjunto de intereses que han operado en los dos últimos años como un efecto dominó a favor de la puesta en marcha de la mesa de partidos. Le interesa vitalmente a Batasuna para que conste que “el proceso” no se limita al final de ETA, de modo que el segundo carril y sus resultados se han convertido en la imagen misma de su no derrota y en el contador que la acredite. También interesa por estrictos motivos políticos (de sacar la cabeza y compartir algo de protagonismo con los actores principales: ETA y el Gobierno central, Batasuna y el PSOE-PSE) a los dos socios del Gobierno tripartito vasco: EA y EB. Mientras que Ibarretxe se ha erigido en ciertos momentos en su mayor propagandista por la misma razón. Y, finalmente, incluso los intereses electorales del PNV empujan en esa misma dirección: no puede regalar esa bandera a otros ni puede dejar todo el control de los tiempos y los contenidos del llamado proceso de paz a Batasuna y al PSOE-PSE.
La conclusión para Zapatero era obligada: no había más remedio que darle carrete, dicho en negativo, al método de los dos carriles. En positivo: había que tratar de reconvertir el sentido y el objetivo de cada uno de los dos diálogos.
En lo que atañe al primer carril, la resolución aprobada por el Congreso de los Diputados en mayo de 2005 establece las reglas de juego a las que debe atenerse el final dialogado propuesto por Zapatero: a) de entrada, está condicionado a que ETA muestre una clara e inequívoca voluntad de poner fin a la violencia; b) exige respetar el principio democrático de que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes de la voluntad popular; c) afirma que no hay intercambio de cromos, que el fin de la violencia no tiene precio político. Por tanto, este final dialogado, además de ser condicionado y limitado, presupone la separación estricta entre el fin de ETA y los diálogos políticos consustanciales a la democracia para llegar a acuerdos. El diálogo político no entra en el lote de lo que hay que hablar con ETA según la resolución.
Sin embargo, esta última conclusión de separar el final de ETA y los acuerdos políticos entre los representantes de la voluntad popular entró en contradicción con el acuerdo posterior (salvo del PP) en abrir un doble carril de diálogo. El carril 1, entre ETA y el Gobierno, para la desaparición de ETA. El carril 2, entre las fuerzas políticas vascas, para llegar a acuerdos que mejoren la convivencia de la sociedad vasca y ello permita asentar la integración del mundo afín a ETA en el sistema político.
Se quiera o no, el método de los dos carriles volvía a poner sobre el tapete la mezcla y la confusión de planos, el relato de que no hay pacificación sin normalización política (entendida como “resolución definitiva del conflicto vasco”) ni viceversa. Pese a decirse una y otra vez, por activa y por pasiva, que no hay un precio político por la paz, que toda compensación política por la paz sería un insulto a las víctimas, etc., esa buena intención quedaba ensombrecida ante el hecho de darle tanta importancia a abrir una mesa de partidos para llegar a acuerdos políticos cuando se está tratando del fin de ETA. El argumento de que no hay tal precio político si el “diálogo resolutivo” en una mesa de partidos es «consecuencia del cese de la violencia y no consecuencia de la violencia» no arreglaba nada, pues era refutado por la evidencia de que ambas cosas venían a ser lo mismo y tenían similares consecuencias si se planteaba unido a la desaparición de ETA.
A mi juicio, en este caso, la razón y la prudencia política han estado del lado de quienes han insistido reiteradamente en la separación conceptual, lógica y temporal de las dos mesas, cuya mejor síntesis es la afirmación de la no simultaneidad de las dos mesas y el criterio de anteponer el carril 1 al carril 2. Lo resumía de forma muy expresiva la fórmula de “primero la paz y luego la política”. Pero, de hecho, este criterio no ha sido el único ni tampoco quizás el más aireado. Sin ir más lejos, el Gobierno vasco tripartito ha tirado más bien en una dirección antípoda y ha urgido la puesta en marcha de la mesa de partidos con un excesivo dramatismo político, como si su trabajo y sus acuerdos fueran la clave de hecho del final de ETA. Una posición y una argumentación ésta coincidente, por cierto, con la expuesta, un día sí y otro también, por los portavoces de Batasuna.
En resumidas cuentas, y a toro pasado, es obvio que han sido insuficientes las prevenciones de quienes han visto algunas sombras en el método de los dos carriles y han pensado que su gracia estaba, en todo caso, en acotarlos debidamente, en clarificar y precisar lo más posible los límites y la función de cada carril. No ha habido una hoja de ruta clara que señalara sus límites y sus objetivos, ni tampoco un relato que la haya sostenido eficazmente ante la sociedad en los medios de comunicación. Ha prevalecido la confusión.
El carril 1 entre el Gobierno central y ETA
A falta de la necesaria información descontaminada sobre lo que ha ocurrido realmente, y a tenor de otras experiencias conocidas y de la circunstancia capital de que vivimos en una sociedad democrática, uno se imagina que el final dialogado en este carril consiste en el intercambio de razones entre los representantes del Gobierno central y los de ETA sobre un conjunto de cuestiones y decisiones cuya realización compete, o bien al Gobierno, o bien a ETA. De modo que vendría a ser algo así como un filtro previo donde se discute y aquilata cómo se va a llevar a cabo la disolución de ETA y su calendario y qué pasos va a emprender el Gobierno a cuenta de ello y con qué orden y ritmo.
No hay que engañarse sobre el alcance del diálogo en este carril. Lo específico del diálogo en este carril es, dicho en negativo, que no abre una negociación formal entre dos partes sobre determinados asuntos. Esa pretendida negociación entre iguales de dos poderes fácticos para acordar el fin del conflicto que los enfrenta es una fantasía de la izquierda abertzale que no se corresponde con la realidad: todo el mundo sabe que la más perjudicada, si persiste en sus atentados y en sus amenazas, es la propia ETA y, por añadidura, todo el entorno político-social que le es afín. Pero además, y sobre todo, es un imposible en una sociedad democrática como la nuestra. Hay que asignarle, por tanto, un alcance y un sentido muy diferentes a los de la típica negociación.
Visto en positivo, se trata de abrir un cauce de diálogo para que el Gobierno y ETA se den la oportunidad de medir directamente las objeciones de cada parte a lo que se pretende hacer y las consecuencias de lo que se vaya haciendo. Como señaló en una entrevista el sacerdote vizcaíno Joseba Segura, intermediario de los contactos entre ETA y el Gobierno que precedieron a la tregua del 22 de marzo, se trata de abrir un marco dialogado que permita detectar la incomodidad que la nueva situación produzca en los sectores o grupos concernidos, siempre y cuando cada parte sepa escuchar con respeto las razones del otro. Ésta es su gran ventaja en un asunto tan complejo, que les compromete a ambos a aquilatar mejor sus decisiones.

Se entiende y se admite por lo general que el final dialogado de ETA ha de comprender asuntos en su mayor parte bastante delicados y complejos, cuya ejecución requiere conjugar decisiones que van en direcciones contrapuestas. Teniendo en cuenta otras experiencias y las diversas demandas existentes de los sectores más implicados, debería atender más o menos este lote de cosas:
1. Todo lo concerniente al final de ETA, esto es, su definitivo abandono de las armas, mediante su entrega o destrucción de las mismas, y su disolución.
2. Su contrapartida lógica, que abarcaría diversos asuntos: una reorientación de la política penitenciaria para posibilitar el acercamiento de presos y las excarcelaciones que ya son factibles legalmente (enfermos, tres cuartos de condena, etc.); las condiciones de regreso y reinserción social de los exilados; la reinserción de los presos; posibles reformas legales para establecer nuevos criterios para la redención de penas, etc., así como la legalización y reinserción democrática del sector socio-político que ha tenido como referencia a Batasuna/Euskal Heritarrok/Herri Batasuna, hoy por hoy sometido al mandato excepcional de la Ley de partidos.
3. La necesaria acción institucional para normalizar la vida pública de la sociedad vasco-navarra: reconocimiento y reparación de las víctimas de ETA y de la violencia contraterrorista; deslegitimación de la violencia política, de la tortura y de la guerra sucia; reconocimiento social del daño causado; normalización de los apestados (apenas hace ocho años en el pacto secreto pre-Lizarra se tachaba al PSE y PP de “destructores de Euskal Herria”); restaurar la libertad de conciencia, de pensamiento y de identidad en la vida pública, que no ha sido posible bajo la presión mortal de ETA en los últimos 30 años… Este tercer asunto es capital para restaurar la cultura pública de una sociedad como la nuestra tras 30 años de deterioro de la misma a causa del terrorismo (y de su permanente corolario: los desmadres legales e ilegales derivados de admitir el criterio de que todo vale en la acción antiterrorista). Por su trascendencia, el Gobierno español debería consensuar antes los principios básicos de esta acción con las principales instituciones de la sociedad vasco-navarra.
4. De otro lado, y mientras tanto, se ha de tener en cuenta el tratamiento de las causas pendientes con la justicia a partir del principio de que no cabe un pacto de impunidad que se olvide de los delitos cometidos. Este asunto presenta una complejidad notable. En un platillo de la balanza está la independencia judicial y el principio de legalidad, esto es, el imperativo de que no cabe suspender la vigencia del ordenamiento jurídico en ningún momento, así como su obligación con las víctimas del terrorismo (y del contraterrorismo), cuyas demandas de justicia no pueden quedar desatendidas y cuya dignidad no se ha de menoscabar. En el otro, el dictado del sentido común o la evidencia de que la Justicia ha de administrar con inteligencia y flexibilidad el mandato que le obliga a interpretar la ley “en relación con el contexto”.

5. Finalmente, la consideración de un calendario de excarcelación de los presos de ETA que continúen cumpliendo las penas que les hayan sido impuestas, cuestión imprescindible en algún momento del camino. Cualquiera puede entender que tal cosa es obligada si se quiere saldar cuentas con un pasado y superarlo sin dejar como herencia un rescoldo de rencores y resentimientos que marquen negativamente a las siguientes generaciones.

La realización de este lote de cosas requiere tiempo –algunas incluso tardarán bastante en poder llevarse a cabo–, así como un gran apoyo político y social. Ha de contar con la máxima implicación posible de las instituciones públicas (Gobierno central y Gobierno vasco, poder judicial, ayuntamientos…), del cuarto poder: los medios de comunicación, de las asociaciones de víctimas, del conjunto de la sociedad… Esta implicación múltiple es tanto más necesaria para poder encajar y superar las inevitables interferencias de muy diverso origen y motivación que se dan en una sociedad abierta y democrática (de los partidos políticos, de algunos jueces, de asociaciones civiles, de ciertos grupos mediáticos...), tal y como se ha podido comprobar en los pasados meses.
No es difícil de entender, por otra parte, que para llegar al punto más delicado, la excarcelación total, antes ha de seguirse un orden “lógico”. Primero, se ha de verificar que el abandono de las armas por parte de ETA es definitivo, incondicional y universal (en todos los frentes, sin ninguna sombra ni duda). Segundo, han de darse algunos gestos significativos de reconocimiento del daño causado y de la ilegitimidad de los medios violentos, de reconocimiento de los derechos fundamentales de todas las personas, de reconocimiento de las reglas de juego democráticas, declaraciones de renuncia a imponerse por la fuerza a la sociedad, a amedrentarla y extorsionarla con la fuerza, de reconocimiento de la pluralidad de la sociedad, de sus opiniones y aspiraciones (renuncia a la supremacía jerárquica de una parte de la sociedad sobre otra por criterios etnicistas). Finalmente, en la medida en que se cumplan o satisfagan las dos primeras, será posible entrar en medidas de excarcelación.

ETA se lo ha cargado
La falta de información sobre lo que haya ocurrido o no en este carril 1 no permite de momento sacar demasiadas cosas en limpio. Nos faltan demasiados datos esenciales como para poder hacernos un juicio cabal.
Muchos le achacan a Zapatero la responsabilidad de no haberle dado más aire al asunto con algunas medidas de política penitenciaria legalmente posibles y que estaban en su hoja de ruta, como el acercamiento de presos, de fuerte impacto simbólico, o la excarcelación de los presos con enfermedades graves, o ciertas reformas legislativas como la derogación de la Ley de partidos, esta última supuestamente al alcance de la mayoría parlamentaria que le apoya. Otros, más dados a la hipérbole retórica, le acusan a Zapatero de no haber hecho nada, dando por bueno el tan jaleado vídeo del PSOE en que se jactan de haber hecho menos que Aznar y sin reparar en que ese desafortunado argumento es un tapabocas dialéctico para desmontar las falsas acusaciones que el PP le ha imputado.

Puede que Zapatero acaso se haya quedado corto en su prudencia; pero aun cuando esto lo confirmaran las informaciones que todavía no conocemos, no tengo nada claro que esas actuaciones por parte del Gobierno central hubieran impedido la bomba de Barajas. La lógica de quienes pusieron la bomba va unida a la creencia fanática en su eficacia, de modo que sirve tanto para el arre como para el so.
Creo que Zapatero y su Gobierno han cometidos no pocos errores. Pero en mi lista de su debe aparecen asuntos de otra naturaleza: no sostener con claridad y firmeza un relato propio sobre su hoja de ruta; una carencia de pedagogía sobre el orden lógico que debía seguirse; excesos de condescendencia, repitiendo el mismo error del PNV en la anterior tregua, sobre todo en la verificación del alto el fuego permanente, que ha sido un penoso mirar para otro lado ante la continua confirmación por parte de ETA de su nula voluntad de apartarse de la armería: robo de pistolas, exhibición de fusileros, abastecimiento de zulos...; haberse embarcado en un toma y daca excesivamente descompensado y politicista, demasiado centrado en las conversaciones políticas con Batasuna y dejando en el olvido o muy en segundo plano todo lo demás...
Pero la razón de fondo del atasco de este carril durante el último medio año y de su descarrilamiento final en Barajas no está en ese tipo de cosas, no está en los errores del Gobierno ni tampoco en los que se pueda atribuir a los opositores a su política, que no han sido pocos ni de poca monta. La principal razón es ETA misma, que sigue echando mano de la utilización de la violencia para conseguir sus objetivos y no está realmente dispuesta a abandonar la violencia. Puesto que desde el mes de abril venía amenazando con que su alto el fuego era reversible a tenor del comportamiento del Gobierno, el atentado de Barajas no es más que el cumplimiento macabro de sus avisos.


El carril 2: la mesa de partidos
Algunas informaciones de prensa han filtrado la noticia de que el diálogo entre el PNV, el PSE y Batasuna había avanzado mucho al comienzo del otoño pasado y de que habían llegado muy cerca de un preacuerdo básico sobre la metodología y el sentido de la mesa de partidos, que ETA y Batasuna lo reventaron al elevar sus exigencias hasta unos niveles que el PNV y el PSE se vieron obligados a rechazar. Como no se sabe mucho más, tampoco se puede tirar más de este hilo. Pero me atrevo a decir que, si esa noticia fuera cierta, y aunque se limitara a una aproximación sobre principios generales prepolíticos, estaríamos ante un giro copernicano de la política vasca, habida cuenta que venimos de un largo tiempo de incomunicación y confrontación, de ahondar las desconfianzas mutuas, de la falta de diálogo...

Si de verdad ha habido ese avance, ello sería el único argumento fuerte en el haber de la mesa de partidos. Todo lo demás hay que asignarlo al debe. Sobre todo, su mayor error a mi juicio: durante estos últimos nueve meses no se ha hablado de otra cosa prácticamente que de la mesa de partidos. Lo cual ha sido un despropósito monumental. Porque ha distraído la atención de lo principal: el fin definitivo de ETA. Y porque, debido a ello, ha ido calando en la sociedad la falsa idea de que dicha empresa, el fin de ETA, dependía de los acuerdos políticos de la mesa de partidos. Un notable estropicio, en suma.
En las circunstancias concretas de la sociedad vasca, la mesa de partidos, una vez admitido y subrayado su fundamento democrático, es un instrumento ambivalente, como toda acción política. Puede ser un lubricante extraordinario del fin definitivo de ETA si se acierta a impulsar desde ella un mensaje democrático y pluralista de entendimiento. Y puede ser, por el contrario, como lo ha sido de hecho durante los dos últimos años, un enredo permanente que no sirve más que para crear falsas expectativas (fuente luego de frustraciones) y para complicarlo todo. Habida cuenta la negativa experiencia que acabamos de tener, lo menos que se puede decir es que será preciso reajustar muy seriamente el sentido y el objetivo de esta mesa de partidos o carril segundo del llamado “proceso de paz” si es que no se quiere incurrir en el mismo error en el caso de que volvamos a acometer otra vez, cuando sea posible, el final dialogado de ETA.
De entrada, cabe decir que su justificación debería ser estrictamente excepcional, mientras el sector social afín a ETA no tuviera representación parlamentaria, y por tanto, sólo válida hasta las siguientes elecciones. Por otra parte, esa excepcionalidad no debería ser una puerta falsa para solapar su situación de ilegalidad mientras ésta se mantenga. En una sociedad democrática como la nuestra, sujeta permanentemente a la ley, es incoherente que se plantee una mesa de partidos legales e ilegales. En ese caso convendría zanjar en un sentido u otro el asunto de la legalización antes que enredarse en confusos experimentos. Y, mientras esto no se resolviera, habría que abordar el (necesario) diálogo político con el sector civil afín a ETA con similar discreción y con la misma lógica a la que se emplea en el diálogo con ETA.
Lo más importante a mi juicio, empero, es que no se trata tanto de constituir una mesa formal, que sería un mal remedo del Parlamento, sino de crear un marco fluido y multiforme de diálogo o de conversaciones entre los partidos políticos.
Además, hay que acotar el para qué y sobre qué del diálogo, que, a mi juicio, ha de centrarse en el fin de ETA y en la integración de su mundo en la sociedad democrática. Un criterio claro al respecto es que la discusión política no interfiera negativamente en la marcha del carril 1 para el final definitivo de ETA.

Hay que darle prioridad a la desaparición final de ETA, por su envergadura y por su trascendencia. La política puede esperar. Pero el fin de ETA y de todas sus consecuencias no puede esperar. Lo cual supone que no se ha de transgredir ni poco ni mucho el principio de que el cese de ETA no puede tener un precio político sustantivo, que es una exigencia estricta de la incompatibilidad de la política democrática y la violencia. Una violencia totalitaria, antidemocrática y antipluralista como la de ETA no puede legitimarse de ninguna manera, ni directa ni indirecta. Dicho en positivo, la acción institucional que ha de acompañar y favorecer el fin de ETA y el asentamiento de una vida política normal que ello supone tras décadas de anormalidad (acción a la que antes me he referido en el punto tercero de las tareas que debería acometer el carril 1) ofrece un amplio campo de juego desde el que poder desplegar la creatividad y el impulso político de una mesa de partidos.
Divergencias y dificultades
La experiencia de estos últimos nueve meses y el negativo balance de la mesa de partidos ha reforzado la conveniencia de volver a considerar las ventajas de una moratoria de la discusión del cambio de marco político... hasta que se produzca y se digiera el fin definitivo de ETA y de todos sus corolarios. Hasta ahora, esta idea de posponer durante un tiempo razonable ciertas discusiones políticas ha sido tabú en EA y en amplios sectores del PNV e incluso, por otras razones, en Ezker Batua (IU). Pero tal vez la experiencia de estos últimos nueve meses puede ayudar a plantearla con más fortuna. Está más que demostrada la conveniencia de separar tajantemente las discusiones políticas y el final de ETA. La moratoria es lo que mejor evita la tentación de mezclar cosas.
Pero hay, además, otras razones que aconsejarían no darse prisa, habida cuenta sobre todo el suelo que tenemos: un elevado grado de autogobierno, por más que haya quien quiera que aún sea más alto.
La gran divergencia de planteamientos que se da hoy en la sociedad vasca entre nacionalistas vascos y los vascos “no nacionalistas vascos”, y también en el interior de cada uno de esos dos bloques sociológicos, es una muestra, entre otras muchas, de la dificultad de encarrilar el diálogo político aun cuando se tenga la mejor voluntad para abordarlo. No será fácil ponerse de acuerdo, de entrada, ni sobre su finalidad o su para qué, ni en los temas a discusión o el sobre qué de ese diálogo, ni en el cómo o la forma de adoptar los acuerdos.
Sabemos que las posiciones son muy divergentes, de entrada, en todos esos asuntos, a falta de las informaciones que no conocemos sobre los entendimientos entre el PNV, el PSE y Batasuna. Sabemos que aún no se ha digerido bien en el mundo del nacionalismo vasco la experiencia negativa del plan Ibarretxe, que fracasó hace apenas un par de años. Es más, como no ha habido un balance claro y razonado de por qué se estrelló, y como lo único que queda por ahora es que los malos, es decir, los partidos políticos españoles, le dieron un “portazo” en el Congreso, hay un riesgo de volver a tropezar en esa misma piedra.
Sabemos asimismo que tampoco ayudan al diálogo las circunstancias preelectorales en que estamos, con las elecciones municipales y forales en mayo de este año 2007, y las generales en marzo del 2008, y las autonómicas en el 2009, tiempo en el que los partidos deben agrandar sus diferencias para defender su trozo de la tarta electoral. Tanto más cuando el resultado de dichas elecciones y de las alianzas a que dé lugar puede condicionar la marcha posterior de las cosas abriendo tal vez nuevas posibilidades y cerrando otras.
Por otra parte, no podemos obviar una dificultad añadida a todo lo anterior. Me refiero a la inercia todavía muy poderosa en la política vasca a formular planteamientos demasiado inflados y que es impensable que puedan realizarse a corto plazo. Por ejemplo, la pretensión de que el final de ETA sólo se va a cerrar realmente con un acuerdo político que dé satisfacción a las demandas del nacionalismo vasco, una idea que conecta con el mito del punto cero de la democracia (de un punto inicial de partida, verdaderamente constituyente y verdaderamente puro) y con el mito de la resolución definitiva del llamado conflicto vasco (o de un punto de llegada poco menos que paradisíaco). No descarto que pueda haber acuerdos en este carril del diálogo político que mejoren realmente a corto plazo la convivencia ciudadana. Pero, de momento, los grandes acuerdos sobre la reforma del Estatuto y sobre la reforma constitucional del modelo territorial estatal parece que están demasiado verdes.
No habrá que atosigarse, empero, ante la falta de acuerdos de tal envergadura. Lo que importa verdaderamente es darle un vuelco al clima del que venimos. Más que proponerse calendarios atosigantes o más que insistir en el fetiche de la consulta, como hacen algunos, y que en este momento es como poner el carro delante de los bueyes, interesa tender puentes, crear complicidades, desmontar desconfianzas, consolidar una sincera voluntad de integración. Los partidos políticos y el conjunto de la sociedad nos debemos exigir una posición realmente abierta al diálogo político, que debe hacerse sin prisas y sin cicaterías, porque forma parte del juego democrático normalizado, porque es un valor intrínseco a la democracia. El diálogo no prosperará si no hay una voluntad real de integrar a los diferentes y si lo que prevalece es la aritmética pura y dura (variable moderna y sofisticada del “valer más” banderizo en las sociedades democráticas).

Si se avanza realmente en las actitudes básicas prepolíticas, como, por ejemplo, reconocer la plausibilidad de todos los proyectos defendidos democráticamente (no se olvide que venimos de Lizarra y del aznarato: un tiempo de frentismos unilateralistas excluyentes); si se avanza en consensuar un procedimiento adecuado para los acuerdos: un principio de consentimiento o del consenso suficiente (venimos de un tiempo que ha despreciado el consenso y todo lo pensaba en términos de imposición de mi mayoría); si se avanza en la predisposición a lograr mayorías integradoras o vertebradoras (venimos de un tiempo dividido en bloques superenfrentados); si se avanza en el respeto de la pluralidad intrínseca de la sociedad vasca (que tanto ha molestado en los años últimos, a unos una forma de pluralidad, a otros otra); si se avanza en el reconocimiento de que las decisiones de la ciudadanía vasca, cuando conciernen a terceros (a los conciudadanos y conciudadanas del Estado español), han de respetar el derecho de éstos y de sus representantes a participar en este diálogo..., si se avanza realmente en estas actitudes de reconocimiento mutuo y de respeto del pluralismo no importará que sigamos teniendo notables divergencias de proyectos e identificaciones políticas y nacionales. Podremos asumir tales divergencias con naturalidad y como una parte sustancial, aunque conflictiva, de la singularidad de nuestro país; podremos reconocernos y respetarnos; fluirá la competencia democrática entre los diversos proyectos político-ideológicos...
Políticas de la memoria
La calidad de la democracia futura depende en gran medida de que la sociedad vasca digiera bien su pasado reciente. Lo cual no es posible si no predomina un relato que dé cuenta con rigor y con claridad de un pasado marcado singularmente por la vulneración por parte de ETA de los códigos morales y democráticos más elementales en nombre de su voluntad de conseguir unos fines políticos determinados. Y también marcado por una larga historia de lucha contra ETA desde los diversos poderes estatales o desde sus cloacas, con actuaciones inmorales e indignas que han desencadenado una espiral de resentimientos y agravios, han minado el Estado de derecho, su legitimidad y su credibilidad, aparte de dar continuos pretextos a ETA para que persistiera.
No podemos olvidar que la persistencia tan prolongada de ETA se ha sostenido de alguna forma en el apoyo recibido de muchos miles de personas que la han justificado de muy diversas maneras y grados, al tiempo que otras partes aún más numerosas de la sociedad no la justificaban pero miraban para otro lado. Ni tampoco podemos olvidar que las acciones más indignas de la lucha contraterrorista, desde la persistencia de la tortura hasta el GAL, no han escandalizado suficientemente durante años a una opinión pública que, o bien las justificaba más o menos, o bien miraba para otro lado.

El relato que proviene de ETA y de Batasuna no menciona para nada que es una aberración ética matar al que piensa o siente de distinta manera, ni que es inadmisible vulnerar los derechos fundamentales de las personas que son sus objetivos, ni que el ejercicio del terror sobre personas representativas de la parte no nacionalista vasca de la sociedad es una perversión antidemocrática y antipluralista, ni que su proyecto político tiene una sustancia etnicista y totalitaria, ni que la acción de ETA atenta contra un aspecto sustancial de la democracia: contra la participación política de la sociedad y su construcción como sociedad civil autónoma... Todo lo contrario, sostiene y justifica un discurso que ofende a sus víctimas y desprecia los mínimos fundamentos morales y democráticos de la convivencia que es menester restablecer. De modo que está pendiente la necesidad de hacerles entender que hemos de construir el futuro sobre otra memoria del pasado: que profundice en la crítica de la causa terrorista y también de lo que ha llevado a un amplio sector social a compartir sus fines y medios.
Mirando en otra dirección, no podemos olvidar otras demandas de justicia que están clamorosamente desatendidas ante muy amplios sectores de la opinión pública. Por ejemplo, de las víctimas de las tropelías de torturadores, o de operaciones de guerra sucia (desde el BVE hasta el GAL), o del injusto retorcimiento de las leyes... O de los presos en la parte legítima que les toca: como personas en situación especial de privación de libertad cuyos derechos fundamentales han de ser respetados, como sector que reclama una humanización de las leyes penitenciarias...
Por razones tanto de equidad y justicia como de interés y oportunidad política, debe haber un cierto equilibrio entre estas dos demandas de memoria. Aunque se trate de dos asuntos de distinta entidad, pues nadie reivindica ahora los crímenes del GAL ni ensalza a los que los cometieron, se ha de mirar en ambas direcciones: para que no haya una parte que olvidemos o no queramos tener en cuenta. No se ha de dar cancha a la amnesia ni a la condescendencia oportunista que proliferaron, para nuestra desdicha, en los tiempos de la tregua de 1998-99 y, aunque menos, también en la que acaba de romperse. Esto es importante incluso desde el punto de vista más pragmático: sin haberse avanzado antes en estas políticas de la memoria, dudo que sea posible plantear la ejecución de aquellas medidas de política penitenciaria, como por ejemplo las excarcelaciones, que permitan cicatrizar las heridas del pasado y cerrar lo mejor posible un episodio histórico.
Tal vez sea esta batalla entre relatos, acerca de la memoria que hemos de tener sobre las pasadas décadas de plomo que hemos padecido, la más profunda y decisiva que se está librando ahora.

No será facil para nadie. Javier Villanueva.

No será fácil para nadie
Javier Villanueva.
(Para Página Abierta, Febrero 2005).

¿En qué punto se encuentra ahora la propuesta Ibarretxe de un nuevo estatuto político de la Comunidad de Euskadi tras ser rechazada por el Congreso? De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 46 del estatuto que regula el procedimiento a seguir, está formalmente en un limbo indeterminado, entre el Parlamento vasco que la ha aprobado y el Congreso que la ha rechazado. Más allá de esto, lo único que ha quedado claro es que los mensajes de unos y otros están netamente enfrentados. Según unos: hay que volver a empezar y hay que hacer bien los deberes entre todos. Según los otros: hay que seguir raca-raca con la matraca y hay que volver a Madrid con una nueva mayoría absoluta y hay que hacer el referéndum o consulta...

Empantanados y empatados.
De manera que seguimos empantanados, al menos aparentemente, en la maraña dialéctica de un toma y daca que parece no tener fin, permanentemente enfrascados en el embate electoral a corto plazo, lamentablemente sin otro horizonte que el de a ver quien saca más pecho.
Sin embargo, y contradictoriamente con la sensación de que todo sigue igual, creo que está ganando terreno una reflexión más abierta, aunque sólo sea por la necesidad de tener que pensar unas “salidas positivas” al lío que se está montando con el plan Ibarretxe, la reforma del estatuto catalán y el impulso del gobierno ZP a un proceso controlado de reforma constitucional y de reformas autonómicas. A mi juicio, el primer apunte de esto ya quedó patente en todas las intervenciones, excepto la de Rajoy, cuando se debatió la Propuesta Ibarretxe en el Congreso. Fue muy significativo, por ejemplo, que Ibarretxe incluyera en su discurso la “obligación de pactar” un día como aquel, llamado a ocupar un lugar destacado en la épica del nacionalismo-vasco.
Si hubiera que resumir el balance de resultados de la competición hasta la fecha, un servidor lo dejaría en un empate. Si bien la propuesta Ibarretxe de nuevo estatuto no ha prosperado y está en retirada, se diga lo que se diga, lo cual ha satisfecho a sus detractores, el plan Ibarretxe continúa dando pingües beneficios a sus promotores: sigue siendo la principal munición electoral de PNV-EA, sigue achicando el espacio político de ETA y de Batasuna a la vez que le ofrece a ETA una pista de aterrizaje que suavice y justifique su abandono de las armas, sigue siendo el motor principal del mayor fenómeno de cohesión del mundo nacionalista-vasco de los últimos sesenta años, sigue afianzado la hegemonía del PNV en el conjunto del nacionalismo vasco hasta extremos impensables hace poco... todo lo cual satisface a sus defensores y en particular al PNV.
Todos tienen motivos, por tanto, para estar contentos, salvo ETA y Batasuna, que no creo que estén como para echar cohetes a cuenta del plan Ibarretxe. Sus tres votos en el parlamento vasco a favor de la propuesta, decisivos para ponerle el sello de una iniciativa aprobada por el Parlamento vasco, revelan el estado de necesidad y de debilidad en que se encuentran. Necesitan defenderse del efecto avalancha que tiene en su base electoral el plan Ibarretxe aun a costa de acentuar la posición subalterna y marginal dentro del mundo nacionalista-vasco en la que aquél les ha dejado. Es más, no pueden dejar de tragarse ese sapo, por más de que les embargue la sensación de que el mundo se ha puesto del revés si se contempla desde la perspectiva histórica de una fuerza como ETA nacida para ser la “vanguardia” del nacionalismo-vasco y que le ha marcado la pauta durante los últimos cuarenta años. Pero más allá de estos efectos colaterales, no ha de olvidarse que los intereses prioritarios de ETA y Batasuna están en otro terreno distinto y ajeno en buena medida al plan Ibarretxe. Un terreno llamado a ocupar el primer plano e incluso a desplazar la atención del plan Ibarretxe por su superior trascendencia humana y política, como se demuestra cada vez que se dispara la rumorología sobre el final de ETA. Pero hasta la fecha, ni ETA ni Batasuna parecen tener en cuenta la evidencia a estas alturas de que la activación de esa operación, y con ello la salida a sus problemas, está sobre todo y ante todo en su propio tejado.

Ahora viene un mal momento.
Hasta las elecciones autonómicas del 17 de abril, y aún más dado el ánimo plebiscitario del lehendakari Ibarretxe al adelantar su convocatoria, viene un tiempo que exige sacar pecho y es un mal momento para tender puentes o flexibilizar las respectivas posiciones. Pese a ello, quiero creer que los principales protagonistas de esta batalla, el nacionalismo vasco representado por el PNV y EA de un lado, y, de otro, el gobierno de Zapatero y los dos grandes partidos PSOE y PP, saben perfectamente que el resultado de las próximas elecciones, aunque se jueguen en ellas la relación de fuerzas para la siguiente legislatura, no va a ser la clave que permita resolver el lío del nuevo estatuto.
No es previsible un vuelco sustancial en la representatividad de los dos nichos electorales (el “nacionalista” y el “no nacionalista) ni tampoco cabe esperar que cambie de signo la diferencia bastante ajustada entre uno y otro. Los dos nichos van a seguir existiendo y van a tener una dimensión que parte a la sociedad en casi dos mitades, de modo que el problema de que tengamos una sociedad tan escindida en torno a cuestiones a las que unos y otros le dan una gran importancia no se resuelve con saber cual es la mayor de las dos mitades. Pensar que el resultado de las elecciones en un sentido o en otro va a permitir un cambio sustancial de este panorama es una ingenuidad a estas alturas. El remedio no está ahí como bien se ve elección tras elección.
Pero además, el hecho de que vaya a quedarse fuera Batasuna, como es más que previsible en este momento, añade un aire ficticio y transitorio a estas elecciones. Primero, respecto a la representación cabal de la ciudadanía en el parlamento vasco: la ausencia de lo que representa Batasuna acentúa la provisionalidad del próximo parlamento vasco. En segundo lugar, porque parece que se prolonga el tiempo de ETA y con ello la imposibilidad más que demostrada de encarrilar el debate político del autogobierno vasco mientras persista ETA. Ésta es una buena razón para limitar la trascendencia de las próximas elecciones a su verdadero alcance: el premio de la llave del poder autonómico para el que las gane y pueda conformar el próximo gobierno y la mayoría parlamentaria que lo sostenga. Lo que no es poca cosa. Estamos hablando de una poderosa capacidad de autogobierno y de un cuantioso presupuesto.

No va a ser nada fácil para Zapatero.
Hemos entrado en el siglo XXI con el problema pendiente de llegar a una definición de España que pueda resultar más cómoda o menos incómoda al nacionalismo vasco y a los demás nacionalismos periféricos. Este intento, una España que se reconoce en su diversidad y que la respeta, la España plural, la España plurinacional, la España federal, la España que deja de ser “Mater Dolorosa” para verse como la “Mater Hispania” o la “nación de naciones”, tiene una larga tradición desde la mitad del siglo XIX, pero hasta la fecha no ha disipado los temores de los nacionalismos periféricos a un poder central que abusa de su preponderancia y de la primacía de los signos castellanizantes.
Si Zapatero no reanima ese intento de refundar la definición de España habrá fracasado en su compromiso personal y dejará un rescoldo de frustración que empeorará las cosas muy probablemente. Pero si lo pretende en serio, tiene delante un dilema bien complicado: ofrecer un punto reformador que neutralice o satisfaga básicamente las insatisfacciones de los nacionalismos periféricos y, a la vez, asegurar un punto de control y estabilidad que neutralice o satisfaga los temores del PP.
En lo que atañe al fondo que expresa la Propuesta Ibarretxe, Zapatero no puede eludir la demanda de reconocimiento del conflicto político-ideológico que tiene el nacionalismo-vasco con la constitución. Al conjunto del nacionalismo vasco no le satisface la constitución actual, a la cual achaca que no reconoce una nación vasca diferente a la española ni reconoce la legitimidad del nacionalismo vasco y la viabilidad de sus metas políticas.
El reto de Zapatero respecto a esta demanda de reconocimiento es darle una respuesta creativa, positiva, que ha de comprometer al conjunto del estado en una doble dirección. Primero, en lograr que la “casa común” resulte más cómoda al nacionalismo-vasco, lo cual pasa por acentuar el reconocimiento de la diversidad del conjunto estatal y del conjunto de la sociedad española en cuanto a los sentimientos nacionales. Y, de otra parte, en el reconocimiento de una especie de derecho de salida al nacionalismo vasco si éste quisiera “irse” y planteara un proceso de secesión que se apoyase en una mayoría clara conformada ante una pregunta clara. Este derecho se fundamenta únicamente en el principio democrático, como la Corte Suprema de Canadá argumenta detenidamente en su celebrado dictamen, de manera que no necesita de derechos históricos ni de derechos nacionales de autodeterminación añado por mi parte.
El otro gran problema que ha puesto Ibarretxe sobre la mesa es la no aceptación de un sistema político que, a su entender, subordina a la minoría vasca en el conjunto español. La reivindicación de una relación “que no sea de subordinación” es un pilar central de la propuesta Ibarretxe.
También en este caso, Zapatero debe dar una respuesta positiva y creativa a esta demanda. Es cierto que Ibarretxe no se lo pone fácil al plantear las cosas en los términos en que lo hace. Pero la clave del asunto no está en esa dificultad añadida sino en reconocer el problema real que aquí se plantea: las garantías de todo tipo para las minorías nacionalistas. El nacionalismo-vasco, dado su limitado soporte demográfico, siempre va a ser una minoría en el conjunto del electorado del estado español y en los órganos institucionales comunes o centrales del mismo y siempre va a temer el rodillo de dicha mayoría.
No va a ser nada fácil hallar un punto de encuentro mínimamente satisfactorio para unos y para otros. Y si lo hallasen, va de suyo que no eliminará la diferencia de intereses o el conflicto que son intrínsecos a cosas como la relación de la parte y el todo o de las minorías y mayorías.
La cuestión del punto de encuentro depende decisivamente de una voluntad previa: si se considera o no que es mejor para la sociedad vasca y para el conjunto de la sociedad española tener la determinación de hacer lo imposible por conseguirlo. Si hay esta determinación en el gobierno de Zapatero y en el partido que lo sostiene, se llegará a delimitar los terrenos clave de la reforma y se encontrarán fórmulas para encauzarlos y se pondrá sobre la mesa una oferta razonablemente viable que el nacionalismo-vasco, al menos el representado por PNV y EA, no podrá rechazar sin más.
En cualquier caso, conviene anticipar que se tratará de una apuesta para “decidir juntos” un estatus más satisfactorio para unos y otros. Ese es el límite de lo posible y lo razonable. Que en este caso viene derivado de la propia naturaleza de las cosas y no de ningún imperativo constitucional o extra-legal. En esto, como en tantas otras cosas, es una regla de oro la sentencia del filósofo y torero Rafael Guerra “Guerrita”: lo que no puede ser, no puede ser, y, además, es imposible.
La imagen de la doble llave del cofre, en la que insiste Josu Jon Imaz, no vale tal cual porque anula la existencia de un conjunto integrado con capacidad constituyente. Pero tampoco vale un conjunto estatal que no garantice suficientemente el acomodo de los nacionalismos periféricos. Las demandas esenciales de éstos no pueden quedar al arbitrio de las mayorías o bajo su rodillo cuantitativo, de manera que hace falta algo que se parezca a la doble llave.
Si hay voluntad política de llegar a un acuerdo viable, los sistemas federales disponen de fórmulas de sobra contrastadas tanto para garantizar el autogobierno vasco con una protección eficaz ante invasiones del mismo como para asegurar el ejercicio compartido de la soberanía estatal y por tanto para exigir la implicación leal de todos en lo uno y en lo otro. Sin esa lealtad recíproca, basada en una satisfacción mínima en ambas direcciones por tanto, no puede funcionar ningún estado compuesto y complejo como el que requiere el arreglo pendiente en nuestro caso.

Ni va a ser fácil para el nacionalismo-vasco.
De entrada, el nacionalismo-vasco identificado con la Propuesta Ibarretxe de nuevo estatuto ha de interpretar acertadamente qué significa el “no” del PSE y del PP en el Parlamento vasco y el “no” de la inmensa mayoría del Congreso, de la misma forma y por la misma razón que es exigible a Zapatero o al PP que hagan una interpretación atinada de qué es lo que pretende el nacionalismo vasco.
El nacionalismo-vasco no debe engañarse sobre el alcance y significado del “no” del Congreso. Un contrato asociativo entre dos tiene que interesar o satisfacer a ambas partes. Pues bien, el “no” del Congreso expresa de forma clara que los representantes del conjunto de la ciudadanía española no están interesados: a) en un proyecto que concibe España -innombrada en el nuevo estatuto- como una realidad distinta y exterior y ajena a la realidad vasca (Título I); b) en un modelo de “encaje” con el “estado español” basado en el criterio “soberanista” y bilateral (Título I), donde “la parte” vasca deja de ser parte del todo o conjunto para convertirse en un par del todo (en otro todo) puesto que se reserva para sí el grueso de las competencias en exclusiva y se reserva también la capacidad de decisión última sea de las instituciones vascas sea de la sociedad vasca; c) en un modelo de relación que reduce la presencia y competencia del estado común en el País Vasco (artículo 45) a unas pocas faenas costosas y poco interesantes para el gobierno vasco: el ejército, las embajadas, el sistema monetario, el sistema aduanero, la marina mercante, las armas y explosivos, la legislación (penal, penitenciaria, procesal, mercantil, civil, etc.), que en buena parte además están siendo absorbidas por la Unión Europea; d) todo lo cual introduce además una duda razonable de estar renunciando a plazos al País Vasco dada la confesada inclinación del conjunto del nacionalismo vasco a buscar una incorporación a Europa sin pasar por España.
Dicho de otra forma, mediante el “no” del Congreso le han expresado a Ibarretxe de forma categórica que ese modelo de estado no puede ser un punto de encuentro. Le han dicho que proponer un arreglo amable con el estado español en contra de quienes representan a la inmensa mayoría de la población es un sin sentido. Por tanto, no se trata sólo de un rechazo formal, de decirle que su proyecto exige un cambio sustancial de la actual constitución. Le han dicho sobre todo que no están a favor de un cambio como el que propone. Una divergencia de intereses nada difícil de entender si se mira bien.
Es fácil de entender que el modelo más bien “confederal” de la Propuesta Ibarretxe (ver anexo 3) resulte muy cómodo para el nacionalismo-vasco. Además de que cubre todas sus expectativas de “soberanía” y de garantías de la misma y de que no contradice su doctrina central, le aporta la ventaja de solventar mejor algunas faenas propias de los estados. Pero, por razones similares aunque contrarias, no es difícil de entender que ese modelo no resulte nada atractivo para la otra parte contratante y tanto menos si se trata de los representantes de un conjunto estatal, como es el caso, con cierta solera histórica y que en la actualidad representa a una sociedad de ciudadanos que no está en ruina total sino que tiende más bien a lo contrario.
Por otra parte, el nacionalismo-vasco identificado con la Propuesta Ibarretxe debe entender que el hecho de “colocar” en el estatuto vasco prácticamente todas sus creencias fundamentales, todos sus dogmas doctrinales, no es una forma razonable de concretar la demanda de reconocimiento. La propuesta Ibarretxe consagra Euskadi al nacionalismo-vasco (ver anexo 1) como cuando antaño se consagraba un país a una religión. Cosa que además de ser una muestra de feo sectarismo no es coherente que lo haga un nacionalismo-vasco que esgrime ese mismo argumento pero en sentido contrario para deslegitimar a la constitución española. Si durante 27 años el nacionalismo-vasco ha criticado con razón el artículo 1.2 de la constitución (“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del estado”) y el comienzo del artículo 2 (“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”), ya que ambos expresan una mirada excluyente para el nacionalismo vasco u otros nacionalismos periféricos, no está bien que ahora pretenda hacer algo muy similar en la propuesta de nuevo estatuto político de la Comunidad de Euskadi.
¿Debe haber un reconocimiento expreso de la nación vasca como compensación a esas definiciones exclusivistas de la constitución española? Una vez dicho que algún día habrá que “reformar” esos artículos de la constitución, no creo que sea tan necesario ni tan imprescindible empecinarse en un reconocimiento expreso de la nación vasca en los textos constitucionales o estatutarios. Es más, pienso que es un camino equivocado.
Primero y ante todo, porque es mejor tener unos textos constituyentes neutros. Pero es que además ese empecinamiento puede resultar poco práctico a nada que otras partes del conjunto también se empeñen en que haya otros reconocimientos de signo diferente. La legitimidad del reconocimiento “pro-españolista” no sería menor que la del nacionalismo-vasco y afectaría aún más al propio estatuto que a la constitución. No ha de olvidarse a este respecto que la pluralidad “nacional” de algunas “naciones” o “nacionalidades”, como Cataluña o Euskadi, no es menor que la del conjunto estatal español o España.
Pienso por todo ello que hay mejores formas de saciar la sed de reconocimiento. Por ejemplo, hay un largo camino por hacer respecto a la diversidad o plurinacionalidad del estado y a la simbología que así lo exprese: senado territorial, composición de los órganos superiores comunes (Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Consejo General del Poder Judicial, etc.), representación en la UE, banderas, las lenguas y su proyección “estatal” e internacional... Pero lo más trascendente para la opinión pública puede consistir en algo tan sencillo como la afirmación cotidiana y persistente de la viabilidad legal de los proyectos nacionalistas periféricos que se atengan a las reglas democráticas establecidas, de manera que su futuro quede bajo el imperativo del principio democrático y no bajo la amenaza de vetos constitucionales o de poderes fácticos. Como apunta la doctrina de la Corte Suprema de Canadá, la mejor manera de normalizar la posibilidad de un hecho secesionista claramente apoyado por una amplia mayoría es la de exigirse un acuerdo básico sobre su regulación, de manera que los criterios consensuados de dicho acuerdo formen parte de la cultura política que todo el mundo conoce y acepta.

El derecho a decidir
El derecho a decidir o derecho de autodeterminación de la nación vasca es sin duda el pilar fundamental del nuevo estatuto político aprobado por el parlamento vasco. Su rasgo más determinante. Incluso más que el status de comunidad política libremente asociada al estado español. Al fin y al cabo, la “libre asociación” no es otra cosa que la fórmula en que se concreta hoy, y para una generación como suele decir Ibarretxe, el “derecho de los ciudadanos de los territorios de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, como parte integrante del Pueblo Vasco o Euskal Herria, a decidir libre y democráticamente su propio marco de organización y de relaciones políticas” (artículo 1).
Si se tiene en cuenta todo lo que se recoge en la propuesta Ibarretxe sobre el derecho del pueblo vasco a decidir su futuro político o derecho de autodeterminación (ver anexo 2), se llega a la conclusión de que dicha propuesta condensa lo esencial de la posición actual predominante en el nacionalismo-vasco sobre el derecho de autodeterminación. Esto es, el énfasis en el derecho de libre decisión sobre su futuro político que suele ser propio de quien se siente negado en su autodeterminación y determinado por otro o heterodeterminado; un derecho cuyo sujeto titular es el Pueblo Vasco de los siete territorios y su sujeto ejerciente los ciudadanos de cada uno de los tres ámbitos vascos por separado (los tres territorios del País vasco-francés, Navarra y la Comunidad Autónoma vasca). Ese derecho a decidir se entiende como un derecho constituyente absoluto e ilimitado o como una reserva permanente de capacidad constituyente o como “última palabra”, que, por consiguiente, puede ser utilizada como una amenaza política constante de separación (o me aceptas esto o me “autodetermino y me largo) o como llave que abre la puerta a un proceso efectivo de separación.
Esta manera de entender el derecho a decidir tiene como base de partida, por consiguiente, un núcleo nacionalista puro y duro, la idea de un Pueblo Vasco milenario pero que desde hace siglos se encuentra heterodeterminado por los estados español y francés, y desde ahí tiende sendos puentes a una concepción idealizada de la tradición foralista (la soberanía originaria) y a la concepción leninista del derecho a la autodeterminación (acerca de un poder de decisión ilimitado y absoluto, universal y permanente, de todos los pueblos o naciones, proveniente de la tradición ruso-populista y de evidente raíz bakuninista). Tal concepción, una amalgama de elementos foralistas, leninistas y nacionalistas, es un fenómeno relativamente reciente. Prueba de ello es que la declaración del Parlamento vasco sobre el derecho de autodeterminación de febrero de 1990, que en el Preámbulo de la propuesta de nuevo estatuto se considera una de las dos fuentes del derecho a decidir, tiene muy poco que ver con ese contenido.
La concepción del derecho a decidir o derecho de autodeterminación que rezuma la propuesta Ibarretxe y que coincide como dos gotas de agua con la que hoy sostiene el grueso del nacionalismo-vasco y que algunos otros más comparten es difícil de entender y aún más de compartir por los “no nacionalistas-vascos”.
Desde una mirada “no nacionalista-vasca”, se puede aceptar la idea de un pueblo Vasco o de unas evidentes conexiones histórico-culturales-antropológicas-lingüísticas más o menos vinculadas a un ámbito territorial y a un determinado conjunto humano; pero esa idea no lleva implícita la creencia en un sujeto político “natural” y necesario ni obliga a considerar que esas conexiones históricas o del presente lo definan más que otras que se han dado tanto antes como ahora. Es la mirada nacionalista-vasca la que eleva las características más diferenciadas y singulares a la categoría de lo que define de forma exclusiva y esencial esa realidad.
Desde una mirada “no nacionalista-vasca”, los ciudadanos y ciudadanas de la Comunidad Autónoma del País Vasco o de Navarra no nos vemos ni nos sentimos necesariamente heterodeterminados por formar parte del estado español. Es más, desde esa mirada, se puede considerar que Navarra y la Comunidad Autónoma del País Vasco son dos ámbitos de decisión “realmente existentes” en todas aquellas áreas en que disponen de competencias propias y en el caso de la CAPV dicho ámbito se fundamentó además en una decisión autodeterminativa, el referéndum de aprobación del estatuto de Gernika celebrado en octubre de 1979. Y se puede considerar asimismo que las decisiones que tomamos con el conjunto de la población española, aunque seamos una minoría demográfica de la suma total, también son otra forma de ejercer el derecho a la autodeterminación. Y que, desde las primeras elecciones democráticas locales, también ejercitamos un ámbito municipal de decisión e incluso un ámbito foral... O que ya hace tiempo nos hemos incorporado a un ámbito de decisión europeo...
Cabe preguntarse si es pertinente insistir en un asunto que da lugar a diferencias tan ostensibles. Pero tan evidente como la existencia de concepciones contrapuestas es el insistencialismo del mundo nacionalista-vasco en todo lo relativo al derecho a decidir, hasta el punto de que hoy día es su demanda central. Es más, desde hace tiempo el conjunto del nacionalismo-vasco, incluida ETA, comparte la idea de que el conflicto vasco dejará de ser tal y se terminará “en cuanto se reconozca el derecho de la nación vasca a su autodeterminación”. Y así lo afirman un día sí y otro también sus líderes.
Como este tipo de cosas que tienen que ver con las creencias, sentimientos e identificaciones de las personas no se dirimen a votos, se trata de explorar por tanto si es posible dar con una idea del derecho a decidir que todos (o casi todos) podamos y queramos compartir. A mi juicio sí la hay y puede consistir en lo siguiente.
Podríamos compartir en primer lugar una concepción de la libre decisión o autodeterminación como ejercicio cotidiano y normalizado de la democracia, que se materializa mediante las formas indirectas de participación política y que se realiza en los distintos ámbitos institucionales de los que formamos parte como ciudadanos en la actualidad: municipal, provincial, autonómico, español, europeo, y que en cada caso se restringe a lo que es propio de dicho ámbito. Este primer contenido está presente en la Declaración de febrero 1990 sobre el derecho de autodeterminación aprobada por la mayoría absoluta del Parlamento Vasco con los votos de PNV, EA y la desaparecida Euskadiko Ezkerra.
También podríamos compartir una idea del derecho de decisión entendido como ratificación del estatuto vasco por la ciudadanía mediante un referéndum, a través del cual se confirma un acuerdo político integrador y “constituyente” tanto en su vertiente “interna” (entre los ciudadanos y ciudadanas vascos) como “externa” (con el resto de la ciudadanía española y, de rebote, con la UE). Este segundo contenido está incluido en el Estatuto de Gernika de 1979.
Finalmente, creo que podríamos compartir una idea del derecho de decisión o de autodeterminación entendido como nueva regla de juego para regular las formas directas de tomar decisiones democráticas en el futuro: quién y cómo las convoca, sobre qué asuntos, su carácter vinculante o no, los requisitos para su aprobación, etc. Una nueva regla que supone en concreto la capacidad de organizar consultas democráticas por la vía del referéndum, como forma de democracia directa de la ciudadanía. Este tercer contenido, que está presente en el artículo 13 de la propuesta Ibarretxe de nuevo estatuto, requiere no obstante dos matices correctores sustanciales. Primero, ha de tener un carácter limitado, restringido a asuntos de las propias competencias. En segundo lugar, cuando la consulta vaya más allá de las competencias propias de autogobierno o pretenda alterar las relaciones con el estado español o las relaciones con el ámbito europeo, ha de someterse a unas reglas extraordinarias que aseguren que esa decisión sea clara y cuente con un consenso muy amplio de la sociedad, como se hizo en el pacto nor-irlandés o como lo exigen la doctrina de la Corte Suprema de Canadá, en su dictamen sobre el caso de Quebec, y ley de claridad canadiense. Aún a riesgo de meterme en terrenos jurídicos en los que no me corresponde entrar, me gustaría que constaran expresamente en el estatuto estos criterios restrictivos básicos para los casos de decisiones extraordinarias, como la secesión, que es menester consensuar entre todos.
En suma, pienso que podríamos compartir una idea de la autodeterminación entendida como punto de llegada o como un acuerdo básico sobre las reglas del país que queremos ser y no tanto como punto de partida o como un derecho a reclamar a nadie.

Anexo 1.
Asume y recoge todas las creencias nacionalistas-vascas
En el proyecto de nuevo estatuto está la idea nacionalista-vasca de un Pueblo Vasco milenario, con una identidad propia que coincide con la que le asigna el nacionalismo-vasco, asentado en siete territorios históricos y sujeto titular de un derecho a decidir su futuro (Preámbulo).
En un buen número de artículos (Preámbulo, artículos 1, 12, 13.1, 13.2, 13.3, y en la Disposición adicional) está también su manera actual de entender el derecho a la autodeterminación (ver anexo 2).
Todo el Título Preliminar concentra y condensa la particular manera de concebir la Comunidad de Euskadi (art. 1) que caracteriza al nacionalismo-vasco, sus símbolos de identidad nacional (art. 3), la distinción entre nacionalidad vasca y ciudadanía vasca (art. 4), el tratamiento de la diáspora (art. 5) que es tradicional en el nacionalismo-vasco, la fijación irredentista por la territorialidad que le lleva a la impertinencia de enunciar unilateralmente las fórmulas de relación con la Comunidad Foral de Navarra y con los Territorios vascos de Iparralde (artículos 6 y 7) que suele ser propia en el nacionalismo-vasco, la definición del euskera como lengua propia del Pueblo Vasco (artículo 8).
Está su peculiar forma de entender los derechos históricos como una reserva ilimitada de autodeterminación y de expansión del autogobierno (Preámbulo, artículo 12 y Disposición adicional). Está su obsesión por parecerse lo más posible a un estado con su triple poder “soberano”: legislativo, ejecutivo y judicial (Título II). Está la asignación y autolimitación del poder exclusivo de autogobierno (ver anexo 3) y de lo poco que queda en manos del “Estado”, según el criterio particularista de “todo lo que me interesa y no sea gravoso, para mí” (Títulos IV y V).
Sólo falta la independencia. Pero esa ausencia es más aparente que real, porque la posibilidad de la independencia está implícita tanto en el artículo 13.1 como sobre todo en el artículo 13.3. Además, gracias a las auto-enmiendas de PNV-EA introducidas a mediados del pasado diciembre, se ha establecido un procedimiento de voto muy barato: una decisión de independencia tan sólo requeriría la mayoría absoluta de los votos válidamente emitidos (nueva redacción del artículo 13.3), procedimiento que elimina la exigencia “tradicional” de exigir un porcentaje mínimo de participación como, por ejemplo, la mitad del censo electoral en cada uno de los territorios.
Para mayor escarnio, la lógica del “si no quieres taza toma taza y media” ha imbuido la mayor parte de las auto-enmiendas introducidas a última hora. Si el nuevo estatuto presentado por el gobierno tripartito de Ibarretxe hace un año y medio ya iba suficientemente cargado de tono nacionalista-vasco, las auto-enmiendas de PNV-EA lo han reforzado todavía más para que nadie se llame a engaño.
Mi crítica se ciñe exclusivamente a que todas estas ideas estén en un texto estatuyente o constituyente de una sociedad plural como la vasca, cuando es evidente que en nuestra sociedad circulan otras ideas bien distintas al respecto. Esas ideas tal cual están formuladas en el proyecto de nuevo estatuto no representan mi manera de ver la sociedad vasca y me consta que tampoco representan la de muchas otras gentes.
La crítica que hago es de planteamiento o enfoque. Quiero un texto constituyente neutro que no discrimine ideologías, unas sí y otras no. Creo que un constitucionalismo no sectario es más recomendable para integrar a diferentes a la luz de la experiencia propia y ajena. Y no entiendo, francamente, a quienes critican a la constitución española por sectaria y excluyente pero no critican por lo mismo a la propuesta Ibarretxe de nuevo estatuto. La inquietante duda de si todo esto forma parte de la pista de aterrizaje a ETA no atenúa este juicio sino que lo agrava. Es jugar con fuego.

Anexo 2.
El derecho de autodeterminación
La propuesta Ibarretxe de nuevo estatuto político de la Comunidad de Euskadi expresa lo siguiente sobre el derecho democrático a decidir o derecho de autodeterminación:
- (Preámbulo). El Pueblo Vasco tiene derecho a decidir su futuro (conforme a lo que aprobó por mayoría absoluta el Parlamento vasco en 1990 y conforme al derecho de autodeterminación de los pueblos reconocido internacionalmente (...) El ejercicio del derecho del pueblo vasco a decidir su propio futuro se materializa desde el derecho que tienen los ciudadanos y ciudadanas de los diferentes ámbitos jurídico-políticos en los que actualmente se articula (esto es, la Comunidad Foral de Navarra, los territorios vascos de Iparralde y la actual Comunidad Autónoma Vasca) a ser consultados para decidir su propio futuro (...) Los ciudadanos de la CAV, en el ejercicio de nuestra voluntad democrática manifestamos nuestra voluntad de formalizar un nuevo pacto político para la convivencia. Este pacto político se materializa en un nuevo modelo de relación con el estado español basado en la libre asociación.
- (Artículo 1). Como parte integrante del Pueblo Vasco o Euskal Herria, los ciudadanos que integran los territorios vascos de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, en el ejercicio del derecho a decidir libre y democráticamente su propio marco de organización y de relaciones políticas, y como expresión de la nación vasca (...) se constituyen en una Comunidad vasca libremente asociada al estado español.
- (Artículo 12). Los ciudadanos y ciudadanas de la Comunidad de Euskadi, en el ejercicio de su derecho de autodeterminación (...) acceden al autogobierno mediante un régimen singular de relación política con el estado español, basado en la libre asociación - (Artículo 13.1). A los efectos del ejercicio democrático del derecho de libre decisión de los ciudadanos y ciudadanas vascas, del que emana la legitimidad democrática del presente Estatuto, las instituciones de la Comunidad de Euskadi tienen la potestad para regular y gestionar la realización de consultas democráticas a la ciudadanía vasca por vía de referéndum, tanto en lo que corresponde a asuntos de su ámbito competencial como a las relaciones que desean tener con otros Territorios y Comunidades vascas, a sí como en lo relativo a las relaciones con el estado español y sus Comunidades Autónomas, y a las relaciones en el ámbito europeo e internacional.
- (Artículo 13.2). Una Ley del Parlamento vasco regulará el derecho de consulta por vía de referéndum.
- (Artículo 13.3). Obligación de negociar entre las instituciones vascas y las del estado la forma de materializar de común acuerdo la decisión de la sociedad vasca de alterar el régimen de relación con el estado español o con el ámbito europeo e internacional, si manifiesta una voluntad clara e inequívoca, sustentada en la mayoría absoluta de los votos declarados válidos.
- (Disposición adicional). La aceptación del Estatuto no implicaría renuncia del pueblo vasco a los derechos que como tal le corresponden en virtud de su historia ni renuncia al ejercicio del derecho de libre determinación en función de su propia voluntad democrática.

Anexo 3.
Un planteamiento “soberanista” y más bien “confederal”
El proyecto de nuevo estatuto político de la Comunidad de Euskadi es más que una reforma del estatuto. Lo cambia de arriba-abajo. Cambia su contenido literal: apenas queda nada del anterior. Cambia el alcance de sus competencias: el nuevo va mucho más lejos. Cambian sus conceptos fundamentales: la libre asociación, todo lo relativo al derecho de autodeterminación y a su ejercicio, el sistema de garantías del autogobierno y el criterio de asignación de competencias, responden a un esquema de modelo estatal más bien confederal, sustancialmente diferente tanto del modelo autonómico como también del federal.
Con la Propuesta Ibarretxe, tal cual ha sido aprobada por el parlamento vasco, nos constituiríamos en una comunidad vasca libremente asociada al estado español (artículos 1 y 12); contaríamos con un derecho a decidir ilimitado (artículo 13.1) además de con un derecho de salida muy cómodo (artículo 13.3); habría una comisión bilateral Euskadi-Estado (artículo 15); una Sala Especial del Tribunal Constitucional de seis miembros, la mitad de los cuales propuestos por el parlamento vasco, se convertiría en Tribunal de Conflictos Euskadi-Estado (artículo 16); la decisión de la sociedad vasca sobre la modificación y actualización del estatuto prevalecería en caso de conflicto (artículo 17); la organización de la justicia culminaría en el Tribunal Superior de Justicia de Euskadi (artículo 26); el gobierno del poder judicial en el ámbito de la Comunidad de Euskadi correspondería al Consejo Judicial Vasco (artículo 27); una ley del parlamento vasco regiría la organización y el funcionamiento del ministerio fiscal (artículo 28); correspondería a la comunidad de Euskadi la potestad legislativa y ejecutiva en todo aquello que no estuviere expresamente atribuido al estado en el estatuto (artículos 43 y 44); el estatuto establece las competencias exclusivas del estado en la comunidad de Euskadi, que se limitan a ocho ámbitos (artículo 45) y establece asimismo cuáles son las competencias exclusivas reservadas a las fuerzas de seguridad del estado (artículo 52); quedarían bajo competencia exclusiva de la comunidad de Euskadi todo lo relativo a su institucionalización y autogobierno, las políticas educativas y culturales, las políticas sociales y sanitarias, las políticas sectoriales económicas y financieras, las políticas de recursos naturales, ordenación territorial, vivienda y medio ambiente, las políticas de infraestructuras y transportes, las políticas de seguridad pública (con algunas cosas compartidas con el estado), las políticas socio-laborales y de empleo (artículos 46 a 53); quedarían también bajo competencia exclusiva de la comunidad de Euskadi “la ordenación y planificación de la actividad económica” (artículo 56), la “regulación y supervisión del sistema financiero” (artículo 57) así como la potestad tributaria (artículo 61); la comunidad de Euskadi tendría presencia directa en todos los organismos internacionales que la permitan (artículo 67); la formalización de tratados y convenios internacionales por el gobierno español que alteren o restrinjan las competencias recogidas por el estatuto exigiría la autorización previa de las instituciones comunes vascas (artículo 68.1); el gobierno vasco participaría en las negociaciones de tratados y convenios internacionales que afectasen a materias de interés específico para Euskadi (artículo 68.2); pese al nuevo estatuto, el pueblo vasco no renunciaría a los derechos históricos que le pudieran corresponder ni al ejercicio del derecho de libre determinación en función de su propia voluntad democrática (disposición adicional sobre la reserva de derechos); la comunidad de Euskadi asumiría y comenzaría a ejercer todas las potestades asignadas en el estatuto en el plazo máximo de seis meses desde la entrada en vigor del estatuto (disposición transitoria 1).
Esa concepción “soberanista” y casi-independiente está más cerca de la lógica más bien confederal, según la cual la existencia del conjunto estatal se hace depender moralmente del consentimiento revocable de las unidades nacionales constitutivas, de manera que está condicionada permanentemente por ese consenso (Kymlicka). Como el sistema confederal, no reconoce ningún poder superior al de las partes asociadas y es una asociación entre gobiernos más que una asociación entre pueblos (Lucio Levi).
Se entiende que el nacionalismo-vasco haya optado por este modelo, por el que también se inclinó más bien la “Declaración de Barcelona-Bilbao-Santiago” suscrita por PNV, CiU y BNG en 1998. En su caso, también se da claramente esa tendencia de los grupos nacionalistas a considerar que de haber un estado común ha de ser lo más parecido a una confederación. Esto es, una tendencia a exigir una soberanía originaria y primaria de su propia comunidad frente a la autoridad del conjunto estatal y a valorar la de éste como una autoridad condicional, secundaria y revocable, a postular el derecho a recuperar la soberanía plena y a “salirse” (Kymlicka). Pero ese modelo confederal y casi-independiente por el que ha optado no es una ventaja sino un serio inconveniente para la viabilidad de una reforma estatutaria planteada en esos términos.
La opción confederal, que nace cuando empiezan a juntarse reinos y países que han estado históricamente separados, no ha podido mantenerse en la modernidad y ha ido evolucionando hacia otras formas de federalismo más compartidas y cooperativas. Sus bases filosóficas: una relación de estricta igualdad y en la que las partes son radicalmente libres, defendidas con calor por Bakunin, Lenin y Rovira i Virgili o Pí i Margall, le dan un atractivo que ha seducido a muchos (incluido un servidor). Pero esta idea “bonita y redonda” no ha superado la prueba de la práctica en el mundo moderno. Hoy no hay ningún estado confederal en todo el mundo ni tampoco lo hubo en el siglo XX porque el mundo moderno exige más del estado moderno (seguridad, protección, estabilidad, servicios de todo tipo eficazmente administrados, etc.) que lo que le puede ofrecer un estado confederal. De hecho, el propio nacionalismo vasco, que nació con una idea rígidamente confederal del País Vasco y de la organización interna del PNV, como una unión de siete territorios soberanos que se habían formado a su vez y en su origen mediante la confederación de sus respectivos municipios, tuvo que empeñarse a fondo contra la preponderancia de aquel criterio confederalista si quería poner en pie una administración más eficaz y operativa. Es curioso que lo que el PNV ha admitido que no es bueno para hacer el país que quiere, Euskadi, ni tampoco para su propio modo de organización partidista, sea en cambio más bien el criterio al que se acoge en su nuevo pacto de relación con España.
No discuto la conveniencia y utilidad de los criterios confederales en determinadas materias del autogobierno. Me parece bien combinar ese criterio junto a otros (federalistas, autonómicos y unitarios) según la naturaleza de cada cosa, como ha sugerido repetidamente Ferrán Requejo. No comparto que haya de haber un único criterio ni que haya de descartarse per se cualquiera de todo ellos. Tampoco discuto la legitimidad de las propuestas “soberanistas-confederalistas” que lograran una adhesión similar o superior a la del viejo estatuto de Gernika. Pero aún en ese caso dudo de que la “otra parte contratante” comparta ese proyecto.

miércoles, 30 de mayo de 2007

LA PROHIBICIÓN DE DROGAS. Martin Barriuso

LA PROHIBICIÓN DE DROGAS, DEL TABÚ MORAL A LA DESOBEDIENCIA CIVIL
Martín Barriuso Alonso

“Las sinrazones que se soportan pacientemente cuando parecen inevitables se tornan insufribles una vez sugerida la idea de escaparse de ellas.”
Alexis de Tocqueville
Resumen
El debate sobre la legalización de las drogas se inicia poco después de la aprobación del Convenio Internacional de La Haya, de 1912, sin que los términos en que se plantea hayan variado apenas desde entonces. Mientras, el sistema de prohibición, a pesar de las numerosas críticas que recibe y de las abrumadoras evidencias de su carácter contraproducente, se sostiene en pie con una fortaleza que solo se explica por los intereses ocultos a los que realmente sirve, que lo convierten en rentable a pesar de su aparente fracaso. Ello hace que los argumentos racionales se estrellen contra ese complejo entramado de intereses, defendidos por la triple estructura de la prohibición: tabú moral, norma legal y conflicto bélico. Por otro lado, las tendencias globales que sostienen la prohibición van seguramente a permanecer sin grandes cambios a medio plazo. En consecuencia, dado que las razones se revelan insuficientes, solo la vía de la acción parece ofrecer perspectivas de cambio inmediato en el necesario camino hacia la tolerancia y la normalización.
En el presente trabajo se intenta analizar la situación actual del debate sobre políticas de drogas y los retos que plantea, para repasar luego someramente la actividad de los últimos diez años del movimiento antiprohibicionista –especialmente el cannábico- del estado español (en el que el autor ha participado activamente), una experiencia de respuesta a las políticas prohibicionistas relativamente exitosa, cuyos elementos más destacables han sido el asociacionismo de usuarios, la práctica de la desobediencia y la colaboración con colectivos de diversos países que agrupan a otros sectores afectados negativamente por la prohibición. A partir de ahí, se pretenden encontrar líneas estratégicas que puedan servir al conjunto del movimiento antiprohibicionista para superar la actual situación y tratar de construir un modelo de mercado legal que provoque la menor cantidad posible de efectos colaterales negativos para todos los eslabones de la cadena de producción, transformación, venta y consumo de drogas ilícitas.

Legalización: ¿debate eterno?
Hace mucho que el debate sobre la legalización de las drogas dejó de ser merecedor de tal nombre. La razón es simple: La discusión la ganaron hace tiempo los enemigos de la prohibición. Por supuesto, ganar la discusión no significa en absoluto haber ganado la lucha contra la misma. Lo que ocurre es, sencillamente, que el discurso oficial no ofrece respuestas consistentes a los argumentos antiprohibicionistas.
No es objetivo de este trabajo entrar a analizar con detenimiento los argumentos que se oponen a la prohibición mundial de drogas, pero sí que podríamos resumir dichos argumentos en tres líneas principales. La primera, cuyo representante más conocido es el estadounidense Thomas Szasz (1993), plantea que la pretensión de impedir por la fuerza a personas adultas y capaces el consumo de cualquier sustancia es ilegítimo y viola los derechos de las personas, permitiendo al Estado inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia.
La segunda queda perfectamente resumida en el título del manifiesto que varios cientos de personalidades de todo el mundo hicieron público con motivo de la Sesión Especial sobre Drogas de las Naciones Unidas de 1998: “Creemos que la guerra contra las drogas causa más daño que las drogas mismas”. Otro manifiesto publicado al mismo tiempo, el de la Coalición Internacional de ONGs por una Política de Drogas Justa y Eficaz, resume esos daños en: a) muertes violentas y violación de derechos humanos básicos; b) muertes y enfermedades por adulteración, transmisión de enfermedades, mala dosificación, etc.; c) criminalización y marginación de las mismas personas que dice querer proteger; d) daños al medio ambiente; e) violaciones de la soberanía nacional; f) desgaste de fondos que podrían destinarse a otros usos; y g) erosión del Estado de Derecho con órganos supranacionales que escapan al control democrático y la extensión de la arbitrariedad y la corrupción.
La tercera línea argumental es la que plantea que la actual separación legal entre unas drogas prohibidas sobre la base de su supuesta peligrosidad y otras que se permiten por su menor riesgo, carece de base científica. Con frecuencia, estas tres líneas de argumentación aparecen entrelazadas y constituyen la base ideológica de la mayoría de grupos antiprohibicionistas del mundo.
Si miramos atrás, veremos que los primeros textos contra la prohibición incluyen muchas de las razones arriba expuestas, aunque sea, como era de esperar, en forma mucho más esquemática que en el presente. En el caso de España, los primeros artículos de prensa de carácter antiprohibicionista, obra del periodista republicano Carlos Esplá, datan de 1921. Al año siguiente, en Italia, el teórico anarquista Enrico Malatesta rechaza las leyes contra la cocaína con argumentos que mantienen aún hoy todo su vigor: “Cuanto más severas sean las penas impuestas a los consumidores y a los negociantes de cocaína, más aumentará en los consumidores la atracción por el fruto prohibido y la fascinación por el peligro afrontado, y en los especuladores, la avidez de ganancia, que es ya ingente y crecerá con el crecer de la ley”. Malatesta plantea como alternativa la liberalización del comercio de cocaína combinada con campañas informativas acerca de sus peligros.
Como vemos, existe una continuidad entre el discurso de los primeros críticos y los actuales, una continuidad que supera, incluso, las teóricas barreras ideológicas entre izquierda y derecha. Frente a estos discursos críticos cada vez más elaborados y fundamentados en datos científicos, el discurso oficial mantiene también una desesperante inmutabilidad. De hecho, la forma en que las instituciones responsables en la materia rechazan los ataques dialécticos de sus opositores se reduce, fundamentalmente, a un mecanismo que podríamos denominar “contestador automático” y que consiste, simplemente, en repetir hasta la saciedad, independientemente de los términos en que se plantee la discusión, una serie de consignas oficiales que apenas han variado desde el nacimiento del prohibicionismo organizado en los Estados Unidos del final del siglo XIX (Escohotado, 1994).
Las instituciones internacionales encargadas del control de las drogas ilícitas mantienen inalterados sus planteamientos, como si nada de lo que se diga o haga pudiera hacer mella en su naturaleza monolítica. Es bien significativo que el plan que el PNUCID (Programa de las Naciones Unidas para el Control Internacional de Drogas) presentó en la Sesión Especial sobre Drogas de 1998 se titulara “1998-2008: Un mundo sin drogas. Podemos consegurilo”. Poco importa que los plazos para la completa y definitiva erradicación de cultivos que se fijaron en la ya lejana Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 (quince años para el opio y veinticinco para cannabis y coca) hayan vencido y se hayan prorrogado una y otra vez. En cada ocasión, los responsables del fracaso encuentran nuevos motivos para el optimismo y fijan un nuevo lapso (Blickman, 1998), en lo que el New York Times, en su editorial dedicado a la citada Sesión Especial del 98, denominó “reciclaje de políticas irrealistas”. Por su parte, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes condena año tras año en sus informes las políticas basadas en la tolerancia de países como Holanda o Suiza y rechazan iniciativas de reducción de riesgos de eficacia probada, como los programas de dispensación controlada de heroína o las salas de consumo higiénico.
Una y otra vez, a pesar de que hay un creciente número de gobiernos críticos, las resoluciones y programas que los organismos de la ONU presentan a los países firmantes de los tratados anti-droga se aprueban por unanimidad, mostrando hasta qué punto cuesta cambiar las cosas en este campo. En este sentido, la prohibición global de drogas tiene una enorme similitud con la Torre de Pisa: Desde antiguo había razones de peso para asegurar que terminaría por caerse, pero generaciones enteras de pisanos nacieron y murieron a sus pies sin que el momento de la caída llegara nunca. Después, cuando se consideró que la situación era ya insostenible y se adoptaron medidas, estas consistieron en ponerla más erguida, pero no del todo, ya que para entonces había un gran interés (basado, sobre todo, en los ingresos por turismo) en mantener la sensación de precariedad. De igual manera, si la torre prohibicionista no acaba de caer ni de ponerse derecha es por la gran cantidad de gente que obtiene beneficio de tan anómala situación. Por tanto, podemos seguir debatiendo ad nauseam sin que el edificio prohibicionista llegue a estar realmente en peligro[i][i].

La prohibición de drogas: Ley, tabú y guerra.
Aunque la prohibición de drogas se plasma en una larga serie de normas legales que van desde las citadas convenciones de las Naciones Unidas hasta bandos municipales, pasando por Códigos Penales y legislación administrativa de ámbito estatal y regional, lo cierto es que se trata de un fenómeno que abarca no solo el derecho, sino la moral, la economía y otros numerosos ámbitos de la vida social. Las dificultades para ir avanzando hacia la legalización tienen mucho que ver con el hecho de que el tratamiento que recibe el fenómeno de la producción, venta y consumo de drogas ilegales vaya mucho más allá del que suele corresponder a la persecución de la mayoría de delitos y faltas.
La prohibición de drogas es una materia que no solo atañe a la razón sino que toca sentimientos de amplias capas de la población de muchos países. Aunque la existencia de una prohibición global de drogas sea un fenómeno del siglo XX, lo cierto es que la existencia de tabúes o prohibiciones de ciertas formas de ebriedad es mucho más antigua. La cultura occidental, merced a la influencia de la moral judeo-cristiana, ha levantado un tabú moral en torno a ciertas sustancias desde hace siglos, y los fenómenos de prohibición, a veces transitoria, de drogas ajenas a la propia cultura –como sucedió con el café o el tabaco- han sido recurrentes. Diversos estudios antropológicos parecen demostrar que algunas de estas prohibiciones, referidas sobre todo a drogas visionarias o alucinógenas, han llegado incluso a incorporarse al inconsciente colectivo (Fericgla, 1994).
Todo ello, unido a décadas de propaganda prohibicionista –incluyendo la difusión sistemática de noticias alarmistas, generalmente infundadas, algo especialmente notorio en el caso del cannabis (Herer, 1995)- ha llevado a que las drogas prohibidas provoquen miedo y asco a millones de personas, haciendo difícil el diálogo abierto sobre las mismas, estigmatizando a quienes tienen contacto con ellas y fomentando la falsa imagen social de que ciertas sustancias funcionan como una infección microbiana capaz de invadir y dañar un cuerpo social sano[ii][ii]. En este sentido, si comparamos las características de un tabú moral y una prohibición legal típicos (ver cuadro) comprobaremos que la prohibición de drogas presenta simultáneamente características de ambos.

Prohibición.
1. Se basa en la razón.
2. Tiene un carácter dialogado y adaptable a la realidad.
3. Es convencional y provisional.
4. Protege un bien jurídico y combate delitos o faltas.
5. Se limita a hechos concretos
6. Los transgresores siguen siendo sujeto de derechos
Tabú.
1. Apela a los sentimientos.
2. Se considera indiscutible e inmutable.
3. Se considera natural y, por tanto, invariable en el tiempo
4. Protege un valor moral y combate un vicio.
5. Tiene un carácter abstracto y abierto
6. Quienes lo transgreden pierden los derechos que les correspondieran

En efecto, tanto la imagen social de las drogas ilícitas como su tratamiento legal superan el marco de la prohibición para adquirir características en principio privativas del tabú. Hay numerosos hechos que sustentan esta afirmación para cada uno de los puntos citados en el cuadro anterior, entre los que cabe citar:
Los informes científicos que sistemáticamente han venido cuestionando la validez científica de la actual división entre drogas lícitas e ilícitas no han provocado modificaciones en la ley. La alarma social, real o ficticia, ha sido el criterio que ha primado históricamente a la hora de ampliar las listas de drogas prohibidas: Se prohíbe lo que asusta a la sociedad, no lo que la daña. Para alimentar esa alarma social, la propaganda oficial utiliza constantemente recursos sentimentales. Las campañas dirigidas a disuadir del consumo suelen utilizar mensajes muy impactantes e imágenes escabrosas, incluso repugnantes, intentando asociar siempre droga con muerte, sangre, sufrimiento, etc. También son constantes las alusiones a la infancia, así como imágenes tremendistas en las que aparecen niños, en algunos casos consumiendo drogas[iii][iii].
En muchos países se considera delito el presentar las drogas prohibidas desde un prisma favorable, así como cualquier conducta que pueda interpretarse como apologista, estando vetados los mensajes antiprohibicionistas.
Las listas pretender tener una validez tan duradera que han llegado a incluir sustancias aún sin sintetizar y, por tanto, de propiedades desconocidas.
La Convención Única de 1961, matriz de la Prohibición vigente, dice estar destinada a proteger la salud, no solo física, sino también moral, de la Humanidad.
Los delitos contra la salud pública suelen ser de tipos abiertos y peligro abstracto. En otras palabras, no precisan consumarse y abarcan cualquier conducta que se considere que puede favorecer, aunque sea indirectamente, la comisión del delito.
Son numerosos los mecanismos excepcionales que se prevén para los delitos relacionados con drogas prohibidas, que van desde la confiscación y subasta de bienes previas a la existencia de sentencia firme, hasta la inversión de la carga de la prueba -que lleva a veces a la presunción de culpabilidad-, pasando por la entrada en el domicilio sin mandamiento judicial o el encarcelamiento preventivo incondicional. Por otro lado, es frecuente la privación de derechos sociales a las personas condenadas y a su entorno.
Por otra parte, la Prohibición tiene un carácter netamente bélico. Aparte de la declaración formal de “guerra contra las drogas” que el presidente estadounidense Nixon realizara en 1973, todo indica que, efectivamente, nos encontramos ante un conflicto que reúne todas las características necesarias para ser considerado como una guerra. En efecto, la masiva participación de militares en las tareas anti-droga, los medios técnicos empleados –que van desde satélites artificiales hasta fumigación masiva con pesticidas, pasando por artillería o helicópteros- y otra serie de elementos típicos como la existencia de estrategias, espionaje, etc., apuntan sin duda hacia una guerra clásica.
Sin embargo, el resto de elementos hacen de esta una guerra difusa, dado que dice combatir algo tan atípico como una serie de plantas y de sustancias químicas y que carece de frente de batalla o retaguardia (nota guerra terrorismo). Como es evidente que no se puede librar una guerra contra seres inanimados, el enemigo no es otro que las personas que producen, transportan, venden y consumen las drogas proscritas. Con excepción de quienes pertenecen a algún grupo armado -sea estatal, paraestatal, insurgente o mafioso- de los que controlan sectores de la producción y venta de algunas drogas, la gran mayoría de esas personas no poseen armas ni oponen resistencia violenta alguna, lo que convierte a esta guerra en excepcionalmente asimétrica, comparada con aquellas a las que estamos acostumbrados (aunque, tras la Guerra del Golfo y la reciente invasión estadounidense de Afganistán, tal vez deberíamos decir que estábamos acostumbrados).
A falta de un cómputo global fiable, no parece exagerado afirmar que, como consecuencia de las políticas de fiscalización internacional de drogas, miles de personas mueren todos los años tanto en operativos policiales y militares como en ejecuciones legales e ilegales en numerosos países, millones se hallan encarceladas en todo el mundo por delitos relacionados con las mismas, y decenas de millones sufren todo tipo de daños, que abarcan desde la violencia física hasta el desplazamiento forzoso, además de restricción de derechos ciudadanos básicos, limitaciones a la libre circulación, ataques a su salud y a su medio ambiente, etc. Si añadimos la influencia decisiva que la prohibición de drogas ha tenido en diversos conflictos armados de corte clásico, pagando armas y tropas, financiando operaciones encubiertas y provocando combates para controlar zonas de cultivo ilícito, nos encontraremos con que la guerra contra las drogas ha sido una de las más cruentas y destructivas del siglo XX y, si las cosas no cambian, tal vez también del XXI. Si a todo lo anterior le sumamos los daños sanitarios y sociales debidos a adulteraciones, transmisión de enfermedades infecciosas y otros efectos secundarios de la vertiente “civil” de la prohibición de drogas, la conclusión es que nos hallamos ante una catástrofe de dimensiones planetarias, una catástrofe perfectamente evitable, cuyo origen se halla en una serie de políticas deliberadas cuyos efectos nocivos son conocidos desde hace años por sus responsables. Por tanto, no parece exagerado afirmar que la prohibición de drogas, en su forma actual, es un crimen contra la Humanidad.

Los puntales de la torre inclinada.
A pesar de que la idea de que las actuales políticas de drogas son un fracaso está cada vez más extendida, los responsables últimos de estas atrocidades siguen teniendo una elevada consideración social, siendo percibidos como benefactores de la Humanidad que se esfuerzan por liberar a la misma de los peligros de “la droga”, una amenaza omnipresente que, como ya hemos dicho, se hace aparecer con todas las características de una epidemia capaz de propagarse por sí sola. Ello es debido a la triple estructura (norma, tabú y guerra) de la que acabamos de hablar, un mecanismo análogo al de la caza de brujas en la Europa de los siglos XIII al XVII[iv][iv]. Productores, vendedores y usuarios de drogas desempeñan así el rol de chivo expiatorio (Szasz, 1985), de forma que, igual que la originaria caza de brujas sirvió para frenar la ola de sublevaciones militar-mesiánicas provocadas por las enormes desigualdades sociales de la época (Harris, 1974), la actual guerra contra las drogas juega un papel fundamental como cortina de humo para ocultar las verdaderas funciones de las políticas de control de drogas. Si ya es difícil parar una guerra, más aún lo es si va envuelta en la cáscara protectora de un tabú ancestral que el aparato propagandístico alimenta sin cesar. De esta manera, la legislación prohibicionista goza de la protección de un doble blindaje.
Los intereses que oculta la prohibición son numerosos, algunos de ellos no demasiado evidentes[v][v]. Por un lado están los beneficios económicos y políticos que obtienen directamente los estados. La guerra contra las drogas permite justificar la aprobación de legislaciones excepcionales de control social y la persecución contra grupos étnicos o inmigrantes con la excusa del narcotráfico; reduce el control en materia de derechos humanos; incrementa los poderes de jueces, policía y ejército; proporciona ventajas en el terreno de la diplomacia; y aporta ingentes cantidades de dinero totalmente opaco con el que financiar operaciones encubiertas o enriquecer a las clases dirigentes. Por otra parte, estas políticas generan un enorme aumento de precios, incrementando la dinámica de acumulación de capital, a la vez que protegen ciertos monopolios farmacéuticos de facto. Además, se ha creado un enorme entramado parainstitucional, formado sobre todo por ONGs, que se podría denominar lobby preventivo-asistencial, que obtiene grandes sumas de dinero e influencia social, a la vez que controla los mensajes que la sociedad civil recibe en torno a las drogas.
Si a todo lo anterior le añadimos el hecho de que las instituciones internacionales encargadas de elaborar y aplicar las políticas de control de drogas carecen de un control democrático efectivo y dan crecientes muestras de corrupción, y le sumamos que los Estados Unidos, primera potencia mundial y principal promotor de la guerra contra las drogas, refuerza su papel de liderazgo, estableciendo un férreo control en la materia y justificando intervenciones policiales y militares en el exterior (Nadelmann, 1993), comprenderemos porqué la torre da tan pocas muestras de tambalearse a pesar de la enorme cantidad de razones que parece haber para que tal cosa suceda.
En realidad, la afirmación de que la prohibición de drogas ha fracasado, algo que oímos repetir con creciente frecuencia, es errónea. La prohibición solo ha fracasado si nos empeñamos en creer que se trata de un medio dirigido a la consecución de los fines declarados en las convenciones internacionales: La protección de la salud física y moral de la humanidad en la de 1961 o la desaparición del tráfico ilícito en la de 1988. Pero si cambiamos el punto de vista y consideramos que, en realidad, la prohibición es un fin en sí misma, analizando hasta qué punto sirve eficazmente para proteger una serie de intereses económicos y políticos, descubriremos que prohibir ciertas drogas ha sido para muchos el “gran negocio del siglo” (Markez, 1994). Así que lo que sucede en realidad es que la prohibición cumple muy diversos objetivos, solo que esos objetivos nunca aparecen en los discursos ni en los informes oficiales porque, evidentemente, son inconfesables.
No quiero terminar este apartado sin poner un ejemplo concreto que ilustra a la perfección lo que acabo de exponer, dado que incluye varios de los apartados arriba mencionados. Además, se trata de un ejemplo de total actualidad tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y la posterior invasión estadounidense de Afganistán. Es el que podríamos llamar “caso Dil Jan Khan”. Según su biografía oficial[vi][vi], este pakistaní comenzó su carrera, allá por 1978, como consejero de la embajada de su país en Afganistán, para convertirse, tras la invasión soviética, en el máximo responsable de la frontera entre ambos países, de 1980 a 1993. Durante ese período, Afganistán aumentó paulatinamente su producción de opio, hasta convertirse en el primer productor mundial. El destino final de la heroína que se obtenía del mismo no era otro que los Estados Unidos (Labrousse, 1994), donde el presidente George Bush padre aseguraba, en 1989, que “construiría todas las cárceles que fueran necesarias para encerrar a los narcotraficantes”.
Este tráfico, casi en su totalidad, se producía a través de la frontera pakistaní, cuyo régimen lo toleraba abiertamente a instancias del propio gobierno norteamericano, que consideraba a la resistencia afgana un valioso aliado frente a la URSS y al Irán del ayatollah Jomeini. La propia agencia anti-droga estadounidense, la DEA, reconocía en sus informes que los grupos afganos participaban directamente en el tráfico a escala local e internacional. Con el dinero obtenido se pagaban buena parte de las armas empleadas por la resistencia islamista, así como las madrassas, las escuelas coránicas donde se educaba, con los textos religiosos proporcionados por Arabia Saudí como único material didáctico, a los huérfanos de guerra recogidos por la resistencia (la guerra dejó sin padres a 220.000 niños) que acabarían convirtiéndose en los recientemente derrocados talibanes. Pero eso sería años más tarde. En aquel momento, a caballo entre la década de los ochenta y los noventa, los futuros talibán eran aún niños, el responsable de la frontera era el citado Dil Jan Khan y el contacto de los servicios secretos pakistaníes con la resistencia al otro lado de la frontera era un príncipe saudí, ahora famoso, llamado Ossama Bin Laden.
Todos sabemos (o, al menos, eso nos han contado) cómo ha terminado Bin Laden. De hecho, se podría decir que la llamada “guerra del mundo contra el terrorismo” se ha desatado por un conflicto entre el país promotor de la “guerra contra las drogas” y uno de sus antiguos subordinados-aliados en la misma. Dil Jan Khan, en cambio, ha permanecido fiel. A pesar de que bajo su jurisdicción circularon los que probablemente sean los mayores alijos de opio y heroína de la historia -¿o acaso sería mejor decir que precisamente gracias a ello?-, este individuo llegó a convertirse en uno de los trece miembros de la JIFE. En 1998, en la época de la Sesión Especial sobre Drogas de la ONU, justo cuando la erradicación del opio en Afganistán era la prioridad número uno del PNUCID, Jan Khan era nada menos que vicepresidente primero de la JIFE, órgano encargado de fiscalizar las políticas gubernamentales y garantizar el cumplimiento de los objetivos de las convenciones internacionales en materia de drogas. En el momento de redactar estas líneas, mientras George Bush Jr. lidera una nueva cruzada mundial, Dil Jan Khan es aún miembro de la misma, mostrando hasta qué punto la defensa de la “salud física y moral de la Humanidad” se ha convertido en un sarcasmo y ayudándonos a entender las razones por las que la JIFE es tan hostil a todo lo que huela a legalización de las drogas.

La reducción de daños: Los límites del freno de emergencia.
Merece la pena detenerse aquí un momento para examinar la que para muchos es una posible vía de salida a la situación de bloqueo en que nos ha colocado el prohibicionismo: las llamadas políticas de reducción de daños o de riesgos. Desde que hiciera aparición el concepto de “reducción de daños”, sus defensores han solido presentarlo como una “alternativa radical” (O’Hare et al., 1992) a las políticas habituales en materia de drogas, basadas en la abstinencia como objetivo final. En efecto, la idea de reducir al mínimo tanto los riesgos como los daños, en lugar de insistir en eliminar el consumo a costa de aumentarlos, es un giro casi copernicano en el terreno conceptual y ha permitido avances muy significativos. No obstante, este tipo de políticas se enfrenta a numerosas limitaciones y paradojas que la convierten, en la práctica, en una medida paliativa, necesaria pero no suficiente, frente a los estragos de las políticas prohibicionistas.
En primer lugar, las políticas de reducción de daños abarcan solo una parte muy pequeña de los daños que tendrían que combatir (Barriuso, 2000). Aunque se suele hablar de “daños relacionados con las drogas”, sería más adecuado decir “relacionados con el consumo de drogas”. Tanto los programas de dispensación controlada de sustancias (sea heroína, metadona, buprenorfina u otras), como los programas de intercambio de jeringuillas, las salas de consumo higiénico o los escasos programas de testado de sustancias responden a problemas de las personas situadas en el último eslabón de la cadena, dejando de lado los daños relacionados con la producción y el tráfico, algunos muy importantes.
En segundo lugar, los programas desarrollados hasta el momento se han centrado, fundamentalmente, en usuarios de opiáceos y/o por vía inyectada, dejando fuera a la mayor parte de consumidores, especialmente al numeroso colectivo que utiliza el cannabis. Con escasas excepciones, las actuaciones se han centrado en aquel sector de consumidores de drogas ilícitas que se aparta menos de los estereotipos de dependiente-enfermo-persona con problemas.
Pero la principal limitación de las políticas de reducción de riesgos y daños es el carácter paradójico que tienen en el marco legal actual y las contradicciones entre sus objetivos y los de las leyes penales. La paradoja consiste en que, en realidad, los daños que se pretende reducir están provocados, fundamentalmente, por la prohibición. Si ha habido dificultades para conseguir jeringuillas limpias es porque primero se decidió impedir el acceso a las mismas a los usuarios. Si las sustancias están adulteradas, es por la falta de control de calidad a causa de la ilegalidad. Por tanto, se trata de paliar errores debidos a políticas que se mantienen vigentes y que, en muchos países, suponen constantes obstáculos legales al desarrollo de muchos programas en este terreno. En realidad, si la idea de la reducción de daños fuera el principio rector de las políticas de drogas, la primera medida a adoptar sería terminar con las actuales políticas prohibicionistas.
Todo lo anterior no significa, por supuesto, que las políticas de reducción de daños no sean un instrumento valioso para mejorar la deficiente situación actual, pero está claro que su carácter de “alternativa radical” hace que solo sean viables en la medida en que renuncien a cuestionar a fondo la legislación penal. Es evidente que las políticas de reducción de daños pueden suponer avances positivos en la imagen social y en la calidad de vida de las personas usuarias de drogas y favorecer políticas más tolerantes y menos represivas, pero también es cierto que muchas de ellas son perfectamente asumibles desde el discurso oficial, que habla de la necesidad de castigar el tráfico mientras se asiste a los usuarios, soslayando, entre otros, el debate sobre la legalización. De esta forma, buena parte de la opinión pública llega a aceptar como necesarias ciertas prácticas de reducción de daños, sin cuestionar en ningún momento la premisa prohibicionista.
Aún así, la reducción de daños y riesgos no lo va a tener fácil ni en el mejor de los casos. No hay que olvidar que se trata de un planteamiento que se encuentra afianzado en muy pocos países del mundo, y que en los documentos de la Sesión Especial de la ONU de 1998, cuando se habla de las prioridades para los siguientes diez años, no se menciona ni una sola vez la reducción de daños. Y todavía solo ha transcurrido la mitad de ese plazo.

Mirando en perspectiva
Todo indica que las tendencias geopolíticas y económicas globales que favorecen el mantenimiento de una legislación de drogas netamente prohibicionista no solo van a mantenerse en el futuro, sino que es probable que se acentúen. La situación internacional creada tras los atentados del 11-S refuerza la tendencia al liderazgo de los Estados Unidos, lo cual, visto el papel que este país ha jugado en la guerra contra las drogas, no puede significar más que una mayor presión para hacer aceptar la idea de que, si las políticas prohibicionistas no han dado los resultados apetecidos, se debe a que no se han aplicado con la suficiente intensidad y dureza.
La estructura de las instituciones responsables de las políticas mundiales de drogas, por otra parte, no favorece en absoluto un cambio. Si hay un terreno en el que la tan traída y llevada globalización, en su peor acepción, es una realidad boyante desde hace tiempo, ese es el de las sustancias ilícitas. Décadas de tratados internacionales de obligado cumplimiento en todo el mundo, construidos al dictado de unas pocas potencias interesadas, han llevado a una estructura vertical y centralizada, donde la posible participación ciudadana democrática tiene que atravesar tantas cribas y barreras que difícilmente llegarán a influir en las grandes decisiones. La burocratización y corrupción de organismos como el PNUCID o la JIFE es tan evidente que nadie puede creer que desde allí llegue ningún tipo de propuesta realista. Como ya dijo alguien, “no hay nada más difícil que convencer a alguien cuyos ingresos dependen de no dejarse convencer”.
De momento, además, no parece haber un gran movimiento de oposición, al menos no de la entidad suficiente como para poder provocar cambios significativos. A pesar de que hace ya muchos años que apareció, el discurso antiprohibicionista es aún disperso y poco consistente, con abundantes aportaciones individuales o de grupos aislados, pero pocas organizaciones amplias dotadas de unas ideas-fuerza bien estructuradas. El intento más consistente hasta el momento ha sido la ya mencionada Coalición Internacional de ONGs por una Política de Drogas Justa y Eficaz, constituida en 1998 por más de 100 grupos de 25 países, que, tras un periodo de letargo, se ha puesto nuevamente en marcha y continúa realizando campañas públicas y labor de lobby, sobre todo a nivel europeo. Pero la influencia de la Coalición es muy limitada y, además, aún habrá que ver cómo afronta en el futuro la enorme pluralidad ideológica que alberga en su interior.
Un asunto especialmente llamativo es la ausencia de la cuestión de las drogas en los foros en los que se ha venido gestando el llamado movimiento anti-globalización. La existencia de una guerra mundial contra las drogas parece no ser percibida por este movimiento, acaso porque las políticas anti-drogas -antiguas, afianzadas y respaldadas por un consenso social que en muchas regiones del mundo nadie osa cuestionar- aparecen ante muchos como una especie de telón de fondo, en apariencia inmutable, frente al que no se concibe siquiera la posibilidad de enfrentarse organizadamente.
Las posturas mantenidas durante muchos años desde la izquierda política tradicional, poco alejadas en general de las ideas dominantes, han contribuido a que este tema apenas figure en las agendas de debate y movilización. Es significativo que ni el Foro Social Mundial de Porto Alegre ni el Europeo de Florencia le hayan prestado apenas atención a la cuestión de las políticas de drogas. Entre los cientos de foros y talleres programados en ambos eventos durante 2002, las drogas solo figuraron en dos o tres, que se celebraron además fuera de los recintos principales, reuniendo apenas a un puñado de interesados.
Por otra parte, todo parece indicar que los posibles cambios a escala global se producirán, si es que se producen, de forma que afecten en la menor medida posible a los intereses de los grupos de presión que actúan en este terreno. El ritmo desesperantemente lento al que se están produciendo los cambios en el terreno del cannabis medicinal, incluidos saltos atrás, y la forma en que se modifican las listas de sustancias sometidas a fiscalización son un aviso de por dónde deberá ir cualquier cambio que pretenda tener el visto bueno de los organismos de las Naciones Unidas (y lo mismo vale, aunque con matices, para la Unión Europea): Tras años de presión social y mediática, y ante las abrumadoras evidencias científicas acerca de que efectivamente el cáñamo, como se sabía desde antiguo, posee numerosos usos terapéuticos y paliativos, se termina por autorizar, en un lento goteo, solo principios activos aislados, especialmente los sintéticos, sometidos a patente y que solo pueden producirse en el laboratorio.
Aunque son mucho más caros y se ha demostrado que en numerosas patologías son menos eficaces que los cannabinoides naturales, en los pocos países donde se va permitiendo el uso de derivados del cannabis con fines medicinales se suele optar por los cannabinoides sintéticos, mientras se sigue castigando, incluso con la cárcel, el simple cultivo de marihuana para el propio consumo. No es arriesgado suponer, dado que muchas firmas farmacéuticas han realizado importantes inversiones en la investigación sobre aplicaciones del cannabis (Markez et al., 2002), que en los próximos años asistiremos a la aparición en las farmacias de un número creciente de preparados farmacéuticos a base de cannabinoides seleccionados por carecer de efectos psicoactivos, mientras se mantiene la presión represiva sobre el cáñamo, sobre todo el destinado al uso recreativo[vii][vii]. Es muy probable que asistamos al mismo proceso cada vez que se descubran en una sustancia ilícita propiedades terapéuticas que sean susceptibles de explotación comercial a gran escala.
Por tanto, es poco probable que los posibles cambios a corto y medio plazo procedan de las instituciones internacionales. Prácticamente todos los avances que se han producido en las últimas décadas en el terreno de la normalización y de la reducción de daños, cuyo principal escenario ha sido Europa, se han producido a escala local o regional. La tendencia a que cuanto más gigantesca y lejana sea una institución, más propensa se muestre a la corrupción, la inercia y la opacidad es un fenómeno extendido a todas las cuestiones políticas. Pero el hecho de que las normas sobre drogas estén férreamente jerarquizadas a partir de convenios globales prácticamente inamovibles desde hace décadas hace que el margen de maniobra de los estados, los gobiernos regionales y los ayuntamientos sea escaso en el caso de las drogas ilícitas.
Cada vez que una institución intenta dar un paso hacia la normalización de las drogas, suele encontrar numerosos obstáculos procedentes de las instancias superiores. A los ayuntamientos y gobiernos regionales les ponen freno los estados y a los estados los organismos internacionales, mediante un mecanismo muy eficiente que hace que cualquier experiencia especialmente novedosa se encuentre siempre con un auténtico calvario legal. De esta manera, puede costar casi diez años poner en marcha un simple ensayo clínico con heroína, como ha sucedido en Andalucía, dado que las convenciones prevén unos mecanismos de fiscalización diseñados expresamente para dificultar cualquier actividad contraria a las directrices prohibicionistas dominantes.
Con este panorama, hay pocas razones para el optimismo. Si bien es probable que la reducción de riesgos experimente una paulatina extensión en los próximos años, avance que cabe esperar que será lento, las líneas maestras de las políticas anti-drogas pueden no cambiar en décadas. El prohibicionismo, igual que el neoliberalismo, parece estar ahí para quedarse algún tiempo. La cuestión, por tanto, debería ser qué se puede hacer para que algo cambie en estos tiempos de inmovilismo internacional.

La prohibición no atiende a razones
Este es el desolador panorama al que se enfrenta el movimiento antiprohibicionista a escala mundial. Sin embargo, la situación no es en absoluto uniforme en todos los lugares. Puede que tengan razón quienes, como decíamos antes, creen que la prohibición es, hoy por hoy, una especie de telón de fondo inamovible. Pero eso no significa que no se pueda hacer nada para cambiar el resto del escenario, algunas luces y, sobre todo, el guión que interpretan los numerosísimos actores que intervienen en un fenómeno que involucra a tantas instancias sociales y políticas diferentes. El tener en contra al director o al responsable del decorado, incluso el hecho de que el guión principal esté claramente censurado, no impide que se pueda meter alguna que otra “morcilla” en el texto y tratar de que aparezcan nuevos elementos en escena, elementos que, si se mantienen bajo los focos tiempo suficiente, pueden llegar a captar la atención e incluso el apoyo del público, que es quien, en última instancia, paga para que la función continúe.
Los años venideros van obligar a quienes desean cambian de raíz las políticas de drogas a realizar tareas muy variadas. Por un lado, está claro que hay que persistir en la construcción de un discurso coherente y bien fundamentado frente a la prohibición, un discurso que huya de los argumentos facilones y evite el apologismo, a fin de poder agrupar a sectores lo más amplios posibles, no solo de la opinión pública en general, sino especialmente a los más vinculados con el fenómeno de las drogas y a los colectivos directamente afectados por las políticas actuales. Sin embargo, no se trata ya tanto de argumentar porqué es mala la prohibición, sino de pensar alternativas concretas e idear y difundir estrategias destinadas a ponerlas en marcha.
Además, este campo de las alternativas concretas es un reto especialmente importante para quienes tratan de parar la guerra contra las drogas desde posiciones críticas hacia el vigente orden internacional. Los antiprohibicionistas partidarios del neoliberalismo dominante, en cambio, no necesitan alternativas: Según ellos, no es necesaria regulación alguna, ya que las leyes del mercado se encargarán de regular las cosas[viii][viii]. Sin embargo, quienes plantean un cambio radical deberían ir pensando desde ahora en dónde piensan aterrizar cuando llegue la hora de descender a la realidad de cada día. Sobre todo, si pretenden que su discurso sea creíble para una buena porción de la sociedad.
Pero está claro que la simple construcción de un discurso fuerte no basta. Existen un número increíble de argumentos de peso a favor de un marco legal no prohibicionista, con una cantidad ingente de publicaciones donde expertos en todo tipo de materias se muestran a favor del mismo, pero eso no ha hecho que nos encontremos por ello más cerca del fin de la prohibición que en 1921, incluso puede que más lejos. Ni siquiera la masiva difusión de estos argumentos, incluso cuando se produce su aceptación entre una buena parte de la opinión pública, garantiza para nada la viabilidad del cambio y menos aún su continuidad en el tiempo. Las promesas de cambio de política en materia de drogas –especialmente de la marihuana- formuladas por el presidente norteamericano Jimmy Carter en los 70, igual que la política de relativa tolerancia de entre 1983 y 1988 por parte del gobierno del PSOE en España, son una muestra de cómo, al generarse la expectativa de un cambio inminente de arriba abajo, de la mano del propio estado, se produce una desmovilización de los sectores sociales que impulsaron ese cambio y la situación se desequilibra, dado que los gobiernos nacionales, una vez que cesa la presión social, suelen tener que ceder con relativa rapidez a las presiones internacionales que, como hemos visto, surgen de un poderoso aparato construido expresamente con ese fin.

Buscando brechas en el muro: diez años de experiencias antiprohibicionistas en el estado español
La situación de salto atrás que se produjo cuando el gobierno de Felipe González ratificó la Convención contra el Tráfico Ilícito de 1988, seguida apenas cuatro años después por la aprobación de la Ley de Seguridad Ciudadana, tuvo una decisiva influencia en el desarrollo del movimiento antiprohibicionista hispano. Eso y la existencia en aquella época de un movimiento social basado en la desobediencia civil que, gracias a lo novedoso de sus planteamientos y la audacia de sus métodos de lucha logró éxitos sin precedentes: La objeción de conciencia y la posterior insumisión al servicio militar obligatorio y a la prestación social sustitutoria.
En realidad, tampoco se puede hablar de la existencia de un movimiento antiprohibicionista organizado en el estado español antes de esa época. Hay personalidades más o menos antiprohibicionistas (pocas, a decir verdad), pero no existe ningún grupo o asociación como tal hasta 1989, cuando nace en Navarra la Asociación por la Legalización de las Drogas, a la que seguiría la plataforma por la legalización Bizitzeko, con campo de actuación en la Comunidad Autónoma Vasca. En los dos años siguientes verían la luz la catalana Asociación Ramón Santos de Estudios del Cannabis (ARSEC) (primer grupo de usuarios/as de cannabis[ix][ix]), y la “Propuesta alternativa en materia de política criminal sobre drogas”, más conocida como Documento de Málaga.
De esta forma, a principios de los años noventa, aparecen los tres elementos decisivos que darán lugar a las primeras iniciativas prácticas antiprohibicionistas: Grupos cuyo fin declarado es la legalización de las drogas, otros formados por personas que se sienten directamente perjudicadas por la prohibición, y los primeros planteamientos alternativos concretos y apoyados por expertos de indudable prestigio. Este hecho, junto con la existencia de unos niveles de consumo de drogas ilícitas –especialmente hachís- muy elevados y con la relativa normalización que se da en ciertos lugares, al menos en los ambientes juveniles, en casi todo lo relativo al uso de drogas, favorece que se vaya creando un estado de opinión creciente a favor de la despenalización, sobre todo de las entonces llamadas drogas blandas, es decir, el cannabis.
Este movimiento, bastante difuso y desarticulado pero que crecerá de forma notable a lo largo de los 90, presenta ciertas peculiaridades con respecto a los de otros países, en especial en el terreno de la estrategia. En mi calidad de testigo directo, además de participante en una parte, al menos, de ese movimiento, voy a intentar resumir la historia de los últimos años de una serie de grupos y colectivos bastante heterogéneos tanto en su composición como en sus planteamientos, dotados en general de medios precarios e impacto social directo más bien escaso, pero que han conseguido una serie de pequeños éxitos –de consecuencias a veces no tan pequeñas- que, sin olvidar que son inseparables de la coyuntura en la que se han producido y, por tanto, impensables en otros países, pueden aportar elementos de reflexión interesantes a la hora de diseñar estrategias y buscar caminos eficaces para comerle espacio a la prohibición en todos los terrenos.
Tal vez a causa del desencanto provocado por la etapa de gobierno socialista, que dejó una legislación sobre drogas aún más dura que la que existía con anterioridad, el movimiento antiprohibicionista del estado español no se ha limitado a reivindicar y reclamar a las instituciones que cambien las leyes. Una de sus preocupaciones desde el primer momento es encontrar fórmulas para poder ejercitar en la práctica ciertos derechos sin necesidad de cambiar esas leyes, intentando encontrar fisuras en las mismas. No es casualidad, pues, que la primera experiencia práctica de este tipo, una campaña por la despenalización de la autoproducción de cannabis, puesta en marcha por ARSEC en 1994, fuera bautizada como “la brecha catalana”[x][x].
La iniciativa de ARSEC consistió en la plantación de alrededor de doscientas plantas de marihuana, destinadas al consumo de alrededor de 100 socios/as de la misma, en un terreno del Baix Camp, en Tarragona. Previamente se había formulado una consulta al fiscal especial anti-droga de Catalunya acerca de si el cultivo para el consumo privado sería un delito, a lo que el fiscal respondió negativamente.
Aunque no se puede hablar de desobediencia en sentido estricto, dado que se partía de la presunción de que la actividad que se iba a realizar era legal, aquella iniciativa se dirigía claramente a intentar crear nuevos espacios de tolerancia mediante el enfrentamiento con las leyes vigentes. En un contexto en el que se dictaban (y se siguen dictando) en los tribunales penas de prisión por cultivar unas cuantas plantas de cáñamo índico para el autoconsumo, la plantación de ARSEC, notificada a la fiscalía y a algunos medios de comunicación, implicaba un riesgo claro para sus autores y cuestionaba de manera práctica e ineludible un precepto legal y una práctica prohibicionistas. En efecto, mientras que las consignas y los manifiestos se pueden ignorar, las actuaciones como esta, de legalidad dudosa y consecuencias penales inciertas, obligan a actuar a los poderes del estado y pueden crear precedentes interesantes, al dejar al sistema en posición difícil.
Tal vez la plantación de marihuana de ARSEC hubiera llegado a ser la primera en recolectarse de forma legal en el estado español en muchas décadas, pero la intervención casual de la Guardia Civil (que desconocía la investigación que ya se llevaba adelante) abortó el intento. Se inició allí un proceso judicial que, tras la absolución en primera instancia, llevó el caso al Tribunal Supremo, donde la causa se dilató varios años.
Durante ese tiempo sucedieron bastantes cosas. Por una parte, creció rápidamente el número de asociaciones antiprohibicionistas, casi todas ellas de carácter cannábico. A ARSEC le siguieron, por citar solo las que alcanzaron mayor relieve, AMEC en Madrid, SECA en Aragón, Kalamudia en Euskal Herria, ARSECA en Andalucía, Bena-Riamba en Valencia, y un largo etcétera que hace difícil en estos momentos saber cuántos grupos de este tipo existen en el estado español. Algunos de estos darían lugar a la Coordinadora Estatal por la Normalización del Cannabis, que nació inicialmente en 1996 pero tuvo varias etapas de inactividad y resurgimiento hasta el 2001, en que dio sus últimos coletazos, al menos de momento. La Coordinadora también defiende la legalización de otras drogas, aunque como objetivo secundario. También han aparecido grupos, además de la mencionada Bizitzeko, cuyo objetivo es la legalización de todas las drogas, entre los que destaca ALA (Associació Lliure Antiprohibicionista), que ha organizado varias manifestaciones y actos públicos diversos por la legalización[xi][xi]. En torno a este grupo acabaría formándose la Federación Ibérica Antiprohibicionista. Tampoco hay que olvidar a grupos de carácter más académico o profesional que se declaran antiprohibicionistas, como el catalán Grup Igia, cuyos miembros han realizado importantes aportaciones en este terreno, así como el hecho de que asociaciones profesionales, como Jueces para la Democracia o la Asociación Progresista de Fiscales, hayan recogido este tipo de planteamientos en sus objetivos.
Otro factor decisivo fue la aparición de prensa antiprohibicionista de amplia distribución. El nacimiento de Cáñamo, en 1997, revista dedicada a “la cultura del cannabis”, marcó un punto de inflexión. Nacida de la iniciativa de un grupo de socios de ARSEC, Cáñamo logró una tirada y difusión sin precedentes en este tipo de publicaciones, encontrándose en todo tipo de quioscos y librerías, y llegando a decenas de miles de lectores. Otros intentos, que no tuvieron finalmente continuidad, fueron El Cogollo, High España y Mundo High. En estos momentos hay otra revista en el mercado, Yerba, que parece haberse afianzado, cuya temática y público son similares a los de Cáñamo, que ha venido a ampliar aún más este fenómeno.

Plantas contra leyes
La aparición de este tipo de revistas y su gran difusión fueron muy importantes a la hora de dar a conocer el nacimiento de nuevas asociaciones y de difundir las primeras campañas de la Coordinadora Estatal. Esta decidió el 2 de marzo de 1997 poner en marcha la campaña “Contra la prohibición, me planto”. En la misma se volvía a defender el derecho a la autoproducción y se planteaba la realización de plantaciones colectivas de marihuana, de carácter público y notorio, a fin de apoyar a los compañeros de ARSEC que se hallaban pendientes de sentencia del Supremo. También se llamaba a las personas usuarias de cannabis a “plantarse y plantar”, con el fin de hacer imposible la aplicación de la ley.
La única asociación que, finalmente, llevó adelante su plantación fue la vasca Kalamudia. En la misma participaron casi doscientas personas y se plantaron cientos de ejemplares, con asistencia de numerosos medios de comunicación, incluidos los periódicos y televisiones más importantes. Esta gran difusión, debida en gran parte a la implicación de numerosos periodistas –usuarios o ex-usuarios de cannabis casi todos ellos- en la campaña, provocó una gran repercusión y un cierto nivel de debate social en el que hubo muy pocas voces condenatorias. Además, entre quienes participaban y daban la cara públicamente había personalidades conocidas del mundo de la cultura (escritoras, actores, cantantes, etc.), cargos públicos de varios partidos -incluida una parlamentaria autonómica-, sindicalistas, profesoras universitarias, médicos, etc., lo que daba a los hechos una especial trascendencia.
Todas las personas participantes aportaron sus datos personales y firmaron una declaración comprometiéndose a destinar las plantas a su consumo privado, que fueron entregadas en el juzgado correspondiente. La presencia de personajes públicos entre los posibles condenados hacía poco creíble la posibilidad de una condena de cárcel, lo cual podría animar a otros muchos a imitar el ejemplo, y la trascendencia pública del caso lo hacía especialmente incómodo. Finalmente, las actuaciones judiciales se archivaron y la marihuana se recolectó sin impedimentos, hecho que tuvo una gran trascendencia en los ambientes cannábicos y antiprohibicionistas hispanos y europeos.
Pocos meses después, el Tribunal Supremo dictaba una condena de tinte claramente político en el caso ARSEC. Condenaba a los directivos de la asociación a cuatro meses de cárcel y a una multa de medio millón de pesetas. La pena de prisión no debía cumplirse, pero se trataba de un serio aviso al movimiento antiprohibicionista. Sin embargo, el año 2000, Kalamudia repetiría su plantación, con amplia difusión pública de nuevo, sin que se produjera ningún tipo de iniciativa judicial. Finalmente, en 2001 hubo una tercera plantación.
El conocimiento público de este tipo de campañas, así como la existencia de una mayor cantidad y calidad de información sobre drogas, y en particular sobre el cultivo de cannabis, ha llevado a la extensión de las pequeñas plantaciones. A pesar de los precedentes recién expuestos, en el caso de las de exterior, ubicadas en huertas, jardines y montes, la actividad sigue estando en una cierta ambigüedad legal, con altibajos en lo que respecta a la tolerancia por parte de jueces y fuerzas policiales[xii][xii]. Este riesgo no impide que estas huertas, que constituyen una forma de desobediencia que podríamos llamar difusa, sean muy comunes en algunas zonas, reduciendo sensiblemente el mercado ilícito, normalizando la percepción del fenómeno del consumo y mejorando la calidad del producto que se consume.

Creando una cultura legal de drogas
Estos mismos efectos también los está provocando el cultivo de interior, un fenómeno que en estos momentos parece haber superado al de exterior, a pesar de su mayor coste económico y energético. La razón fundamental para preferir el cultivo de interior es su menor riesgo legal. Decenas de miles de consumidores de cannabis españoles han encontrado en las técnicas de cultivo con luz artificial una forma de burlar la prohibición y abastecerse de forma segura. Para ello se amparan en el hecho de que la tenencia para el propio consumo no es punible en un lugar privado como el domicilio.
Pero la existencia de este resquicio en la ley no habría sido suficiente por sí sola para explicar un fenómeno de estas dimensiones. La ley decía lo mismo hace quince años y también existían entonces los bancos de semillas holandeses, pero nadie habría imaginado algo así. La diferencia ha sido un conjunto de factores que se nutren mutuamente. Las revistas e Internet mejoran el conocimiento jurídico y botánico, además de divulgar la publicidad de las nuevas técnicas y productos y de las tiendas donde se venden. Esto genera un mercado que favorece la inversión y la investigación, creando un nuevo sector económico en expansión[xiii][xiii]. Este sector dispone, por tanto, de recursos crecientes y de una mayor influencia social. Por eso, el gobierno de Aznar parece estar fracasando de momento en su intento de poner coto a este tipo de comercio, aunque los intereses subyacentes –las farmacias también están implicadas en el contencioso- hacen difícil anticipar el desenlace.
Otro frente interesante que se ha abierto recientemente es el de la producción y dispensación de cannabis en circuito cerrado. La Junta de Andalucía solicitó en 1999 un informe al Instituto Andaluz Interuniversitario de Criminología, acerca de las condiciones que debería reunir un local para poder dispensar en el mismo cannabis sin contravenir las leyes. El informe, que realiza un exhaustivo repaso a la legislación y la jurisprudencia sobre el tema, aún no ha sido publicado oficialmente a finales de 2002, pero han circulado numerosas copias, en las que se están basando algunas asociaciones de usuarios para intentar diseñar un sistema jurídicamente viable de autoabastecimiento colectivo. Tal vez en breve asistamos al nacimiento de las primeras Coffee House en el estado español, y no olvidemos que este tipo de locales fueron la antesala a los actuales Coffee Shop en Holanda.
El apoyo de las revistas, en especial Cáñamo, fue también decisivo para la difusión de la segunda campaña de la Coordinadora Estatal por la Normalización del Cannabis: la denuncia de la Ley de Seguridad Ciudadana, en cuya aplicación se imponen alrededor de cien mil multas anuales por tenencia o consumo en lugares públicos, en la mayoría de casos por cannabis. Se recibieron cientos de fotocopias de sanciones y recursos, con los que algunas asociaciones lograron finalmente elaborar dossiers que se presentaron a los defensores del pueblo autonómicos. También el Defensor del Pueblo estatal recibió a la Coordinadora y recogió sus quejas. La dimensión de la tarea superó finalmente al colectivo y esta campaña apenas dio frutos concretos.
Otra actividad digna de mención, promovida desde las asociaciones cannábicas, ha sido la organización de copas o concursos de marihuana. Concebidos en parte a imagen de la conocida Cannabis Cup holandesa y en parte como encuentro cerrado entre cultivadores y consumidores, se han basado en otra pirueta legal: El hecho de que, según la jurisprudencia, el consumo compartido entre adictos no es un delito. Los eventos han tenido lugar en recintos de carácter privado, como las sedes de las propias asociaciones, casas okupas[xiv][xiv], e incluso colegios mayores universitarios, impidiendo así la actuación policial. De esta manera, en pocos años se han afianzado como eventos masivos (varias copas han contado con la asistencia de miles de personas), favoreciendo la emersión de una creciente cultura cannábica y permitiendo a muchos usuarios y cultivadores salir del armario, algo muy importante en un colectivo que sufre invisibilidad forzosa, marginación y persecución legal por su condición. También han contribuido a ello las manifestaciones callejeras de corte clásico, más nutridas cada año, que en algunos casos, como las marchas organizadas en Madrid por AMEC, han llegado a congregar a varios miles de participantes.
Todo este trabajo (que, en el caso de las asociaciones ha sido voluntario casi al 100%) ha ido combinado, además, con otros dos frentes de actividad: El lobby político y la coordinación internacional. El primer campo, el de la presión política, ha sido más bien secundario, aunque el antiprohibicionismo se ha apuntado unos cuantos tantos, con comparecencias y audiencias en diversos organismos, incluidos varios parlamentos autonómicos y el propio Parlamento Español, ante cuya Comisión Mixta sobre drogas compareció una representación de la Coordinadora Estatal[xv][xv].
El terreno internacional, en cambio, estuvo pronto en el punto de mira del activismo hispánico, aunque la principal dificultad era, precisamente, la falta de un tejido internacional fuerte, con un panorama asociativo más bien lastimoso en la mayoría de los lugares de Europa y grandes dificultades para contactar con otras regiones del planeta. En este sentido, el contacto con ENCOD, el Consejo Europeo de ONGs sobre Drogas y Desarrollo, supuso un paso fundamental. A través de este contacto, varios grupos del estado español tomaron parte en la creación de la Coalición Internacional de ONGs por una Política de Drogas Justa y Eficaz, que tuvo lugar en Turín a finales de 1997, así como en su posterior desarrollo, incluyendo la participación en la Sesión Especial sobre Drogas de la ONU de 1998, lazos que se mantienen en la actualidad.
Finalmente, merece la pena mencionar otra campaña, desarrollada por la asociación Kalamudia, en torno a la adulteración de las sustancias ilícitas y la reducción de riesgos, que se inició en 1999. Dada la preocupación existente entre sus socios/as ante la baja calidad de las sustancias disponibles en el mercado negro, la asociación se planteó la necesidad de poner en marcha servicios preventivos de sustancias, similares a los existentes en otros lugares, con la salvedad de que aquí se pretendía testar –y así se hizo- toda clase de sustancias presentes en la escena festiva, algo que aún no se había puesto en práctica en ningún otro lugar del mundo. Sin embargo, en lugar de solicitar su puesta en marcha o presentar un proyecto en tal sentido a las instituciones, Kalamudia decidió utilizar los testadores comerciales disponibles y otros medios similares, como microscopios o testadores de punto de fusión, para ofrecer este servicio al público durante las fiestas patronales de Bilbao, dándolo a conocer a través de los medios de comunicación que, de hecho, le prestaron una gran atención.
Durante seis días, voluntarios de la asociación atendieron el stand ubicado en el local de la propia asociación, al que acudieron decenas de personas, sin obstáculos legales. Al año siguiente, el stand se ubicó en una carpa en pleno recinto festivo, tanto en Vitoria-Gasteiz como en Bilbao, acudiendo a la misma cientos de personas y testándose decenas de muestras, sobre todo de hachís. Muchas de estas muestras fueron recogidas para un posible análisis posterior, que tuvo lugar finalmente gracias a un acuerdo con el Gobierno Vasco. La actividad creó un intenso debate social, sobre todo en Vitoria-Gasteiz, donde el Ayuntamiento amenazó con enviar a la policía, alegando que un servicio de este tipo fomenta el uso de drogas. Paradójicamente, como consecuencia de ese debate social, algunos ayuntamientos se interesaron de inmediato por la posibilidad de ofrecer servicios similares en sus fiestas, y en poco tiempo varios programas preventivos en Euskadi incorporaban este tipo de actividad, hasta desembocar finalmente en los primeros programas de testado financiados y coordinados desde el Gobierno Vasco y los ayuntamientos.

Empujando el tiesto sin sacar los pies
En apenas diez años, la situación del cannabis, principal sustancia ilícita consumida en el estado español, ha cambiado drásticamente y también lo ha hecho, si bien en menor medida, la del resto de drogas ilícitas. Decenas de asociaciones de usuarios/as, con miles de personas afiliadas, publicaciones periódicas de gran tirada, un sector económico legal boyante, un gran número de consumidores fuera de los circuitos del mercado negro, más y mejor información disponible, y varias campañas exitosas, incluidas, en el caso del País Vasco, las primeras cosechas legales de cannabis o los primeros programas de testado de todo tipo de drogas, son la muestra de que, aunque no ha cambiado ninguna ley, y aunque los gobernantes actuales son aún más prohibicionistas que sus predecesores, se ha podido avanzar terreno y mejorar sensiblemente la situación, incluida la calidad de vida de miles de personas.
A ello han contribuido muchos factores, entre los que destaca, sin duda, el gran volumen de personas consumidoras, ya que en estos momentos son mayoría los jóvenes del estado español que han consumido cannabis, mientras que porcentajes superiores al diez por ciento ha probado otras drogas ilícitas como cocaína o éxtasis (Calafat et. al., 2000). Los porcentajes son aún mayores en el caso de la juventud vasca, lo cual, unido a un mayor ambiente de tolerancia social hacia el consumo, ha hecho que, de hecho, en algunos lugares de Euskal Herria el consumo de algunas drogas esté normalizado hasta niveles que suelen provocar el asombro de los visitantes extranjeros. Este aumento del consumo ha generado también, no lo olvidemos, un mercado donde ciertos eslóganes antiprohibicionistas venden[xvi][xvi] y en el que los mensajes críticos, inevitablemente, se banalizan.
Sin embargo, basta comparar la situación con la de Francia, donde el consumo juvenil de cannabis es aún mayor que en España y donde no sucede nada parecido, para darse cuenta de que hay alguna diferencia más. La legislación española sobre drogas, tradicionalmente menos rigurosa que la francesa, para empezar, tiene bastante que ver. Ello ha permitido que la carrera comience con unos metros de ventaja al sur de los Pirineos. Pero, además, ha habido una serie de elementos en el movimiento y las iniciativas antiprohibicionistas de este lado que parecen haber tenido una incidencia clave.
No se trata en absoluto de intentar ofrecer aquí ninguna receta estratégica milagrosa para el movimiento de oposición a la guerra contra las drogas. Los logros del activismo en el estado español han sido modestos, coyunturales y aún corren serio peligro de retroceso. Gran parte del cambio se ha debido a factores ajenos a las asociaciones y no son en absoluto mérito suyo. Por otro lado, las condiciones de estabilidad institucional, garantías jurídicas y respeto a los derechos humanos existentes en la España de comienzos del siglo XXI permiten cierto tipo de actividades y métodos de protesta impensables hoy por hoy en otros países. Además, conviene insistir de nuevo en que no se puede hablar de un movimiento coherente y organizado, sino de una suma de fenómenos simultáneos, a veces paralelos e incomunicados entre sí, que han coincidido en el tiempo y han dado lugar a un cambio social perceptible.
Aún así, existen una serie de elementos característicos en este movimiento difuso y en el proceso activista que lo ha animado, algunos de los cuales no resultaron evidentes en su momento ni siquiera para los mismos agentes activos del cambio, que pueden ayudar a explicar la celeridad del mismo y ofrecer enseñanzas para otros procesos similares. Entre ellos, se podrían destacar los siguientes:
§ En ningún momento se ha dejado de lado la tarea de seguir elaborando un discurso antiprohibicionista coherente, cada vez más asentado en datos científicos y rico en matices. Esto, junto con alianzas con expertos reconocidos en las diversas materias relativas a las políticas de drogas, ha contribuido a dar credibilidad al discurso.
§ Los objetivos parecen haber estado bien elegidos y adaptados al entorno social. Las campañas a favor del derecho al autocultivo basadas en plantaciones públicas han tenido buen resultado, entre otras cosas, porque la demanda – el derecho a cultivar- va implícita en la propia acción de protesta, el mensaje es claro y no maximalista, y porque las demandas planteadas son coherentes, se hallan en el límite de la legalidad, y suponen una transgresión moderada que conlleva un nivel de riesgo asumible por un número amplio de personas.
§ La presión local parece ser más efectiva a corto plazo en un tema como este, tan controlado en vertical, que la concentración de fuerzas ante instancias estatales, como el parlamento o el gobierno central. Una de las aparentes debilidades del movimiento, su dispersión, ha sido también una de sus principales virtudes a la hora de adaptar las campañas a la realidad particular de cada cual y hacerlas horizontales.
§ La desobediencia, tanto en su forma clásica de desobediencia civil como en la difusa, ha sido un instrumento decisivo en la estrategia del movimiento. La idea de que no pasa nada, siempre que el riesgo esté bien calculado, por saltarse normas injustas de forma pública y notoria, que otros movimientos sociales han contribuido a fortalecer, es especialmente adecuada en este caso, en el que hablamos de normal claramente injustas y desproporcionadas que castigan algunos de los denominados “delitos sin víctima”. Es especialmente interesante usar todos los medios disponibles para dificultar la aplicación de la norma represiva, como la participación de personajes públicos de prestigio, la transparencia, la difusión pública de las actividades, etc.
§ La que podríamos llamar “desobediencia en positivo”, es decir, la puesta en marcha iniciativas no claramente prohibidas, pero conflictivas, como es el caso de los testados de sustancias, puede ser un instrumento muy útil a la hora de romper tabúes y permitir la apertura de nuevos campos de actuación. Servicios que las instituciones políticas, por miedo a los costes electorales, tardarían en autorizar y no digamos en poner ellas mismas en marcha, pueden superar la fase de pruebas si hay alguien lo bastante decidido para dar el primer empujón.
§ Ha sido fundamental la aparición de grupos de usuarios/as. En un contexto en el que la imagen pública de los consumidores de drogas se construye a base de seres generalmente marginales, castigados por la vida y con problemas graves de adicción, la aparición de personas “normales”, que no reniegan de su condición de consumidoras y reivindican sus derechos como tales, es fundamental para cambiar la percepción del fenómeno y para conocer cuáles son las necesidades reales del colectivo y sus prioridades, algo que también vale para el resto de colectivos afectados por la guerra contra las drogas. Ningún ente antiprohibicionista que actúe desde la óptica de experto ajeno al fenómeno, por bienintencionado que sea, puede reemplazar el papel que juegan estas asociaciones.
§ Es tal el volumen de personas afectadas por las políticas prohibicionistas que, si se les ofrecen medios de presión sencillos y accesibles, se puede conseguir la participación de un número ingente de ellas, a pesar de que, como estrategia para pasar desapercibido, la tendencia a la pasividad y la invisibilidad se halla, por razones fácilmente comprensibles, especialmente arraigada en este colectivo. La campaña de envío de postales de protesta al Defensor del Pueblo y la recopilación de expedientes sancionadores por la Ley de Seguridad Ciudadana, contó con la participación de decenas de miles de personas, que no tuvieron reparo en la mayoría de los casos en adjuntar todos sus datos personales.
§ Resulta especialmente útil la estrategia, puesta en marcha hace tiempo por otros movimientos sociales, de aprovechar las más amplias libertades civiles de algunos países para denunciar situaciones injustas en otros. Esto era algo prácticamente desconocido en el antiprohibicionismo hasta que comenzaron a surgir las primeras redes de coordinación internacional. Además, claro está, de lo enriquecedor que resulta el contacto en sí.
§ Ha sido decisiva la existencia de iniciativas empresariales simultáneas a las asociativas, como la aparición de las revistas o las tiendas. Aunque es inevitable que estas iniciativas adulteren en cierta medida los mensajes activistas, también aportan fuerza y recursos al movimiento y permiten avanzar en lo concreto. En efecto, alguien tiene que poner en práctica en algún momento lo que tanta gente reivindica, y la normalización conlleva precisamente ese riesgo, el de que todo lo relativo a las drogas acabe en la normalidad, que en muchas ocasiones da poco de sí en este mundo prodigioso del inicio de milenio.
§ Sin embargo, también la existencia de limitaciones al movimiento económico en este terreno podría tener efectos beneficiosos. El pequeño tamaño de los cultivos de cannabis a los que obliga la presión legal en Holanda, ha creado un mercado más horizontal, con más proporción de pequeños productores, más creación de empleo y menos acumulación de capital, comparado con otras drogas lícitas e ilícitas. De la misma manera, el hecho de que los requisitos legales en los que se van a desarrollar muchos experimentos normalizadores en el estado español impongan a los proyectos la ausencia de lucro, también podría ayudar a crear paulatinamente, para ciertas drogas, estructuras económicas cuya finalidad no tenga porqué ser el máximo beneficio en el mínimo plazo. Conviene recordar, además, que las mafias solo suelen copar aquellos sectores de la economía informal de estructura más capitalista.
§ Por último, tampoco pasa nada porque no todo esté estrictamente regulado. Las tiendas tipo Grow y Smart Shop del estado español, por ejemplo, han aparecido en un contexto jurídico caótico, en medio incluso de una cierta alarma social en los primeros momentos, y han comenzado a vender productos inéditos, a veces de propiedades poco conocidas, sin que se hayan producido problemas dignos de reseñar. En la mayoría de los casos, el criterio de prudencia ha llevado a una autorregulación perfectamente funcional.
En definitiva, la prohibición goza de buena salud en el estado español, igual que en todo el mundo, pero eso no significa que las cosas no puedan cambiar. La experiencia de los últimos años muestra que es posible poner en marcha programas novedosos de reducción de riesgos y abrir nuevas vías legales para la normalización, mediante la presión a escala local, permitiendo cambios descentralizados, discretos y efectivos. Ello exige un fino análisis de las estructuras de poder en materia de drogas en cada región, una estrategia clara y realista para enfrentarse a las mismas, métodos de acción flexibles y audaces y, sobre todo, mucha imaginación. El movimiento de oposición a la barbarie prohibicionista se juega el tipo frente a una estructura de poder compleja y bien defendida, dirigida por mentes lúcidas, armadas de información ingente y un adecuado nivel de cinismo e hipocresía, pero cuya principal debilidad es la de llevar demasiados años jugando en un tablero trucado y con el árbitro comprado. Esa misma naturaleza vetusta, ese carácter mastodóntico, es el talón de Aquiles de la prohibición de drogas, un muro ciclópeo cuyas piedras tal vez nadie pueda derribar de momento, pero por cuyas grietas pueden llegar a pasar muchos, a condición, eso sí, de que sean lo bastante flexibles.