lunes, 21 de mayo de 2007

La autodeterminacion vasca. Javier Villanueva.

La autodeterminación vasca. Más allá
del mito y el tabú (Hika, 182-183, diciembre de 2006)

Promovida por EA y EB, los dos socios del PNV en el actual Gobierno vasco, se ha debatido en el Parlamento vasco a primeros de noviembre una proposición a favor del “derecho a decidir de los vascos”. Este debate no era muy oportuno en el momento actual, debido a su indiscreta interferencia en el intento de asentar un diálogo político entre todos los partidos vascos que acompañe al proceso del final de ETA y de llevarlo a cabo con la mayor discreción posible. Así lo reconoció, “quizás no era el mejor momento”, el editorialista del Gara (4.11.06). Incluso hasta la proposición sometida a votación reflejaba esta preocupación cuando en un párrafo postulaba proclamar “el derecho de la sociedad vasca a decidir su propio futuro político” y, en un sentido bien diferente, alentaba en otro párrafo la “apuesta por abordar un diálogo integrador y sin exclusiones que permita alcanzar un acuerdo sobre los aspectos básicos de la normalización política”. Sus promotores pretendían, pues, dos objetivos francamente contradictorios: demostrar que son más los que proclaman un genérico “derecho a decidir de la sociedad vasca” no ayuda a “abordar un diálogo integrador”.
A toro pasado, se puede decir que fue un debate menor y que no ha aclarado nada el panorama de la autodeterminación. Es verdad que la mayoría del Parlamento vasco ha votado una vez más -ya va la enésima- a favor de la autodeterminación, cumpliendo así el primero de los propósitos de esta iniciativa. Pero no es menos cierto que ha quedado patente otra cara del asunto: la existencia de una profunda discordancia entre los parlamentarios respecto al concepto mismo de la autodeterminación y respecto a sus contenidos y formas de aplicación. Por decirlo de otra forma, el debate ha puesto al desnudo las carencias “del diálogo integrador” por el que sus señorías dicen que “apuestan”. Pero dado que esto último no revela nada que no se conozca de sobra, tampoco se puede decir que haya empeorado las cosas.
De la diversidad a la unanimidad. En otros momentos de su historia, el mundo nacionalista-vasco albergaba diversas maneras de entender el derecho a la autodeterminación. Otro tanto puede decirse del mundo marxista, siguiendo la huella de las diferentes concepciones establecidas ya a finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX: la austro-marxista de Bauer, Renner o su variedad rusa; la de Rosa Luxemburgo; la leninista… Mientras que la derecha ha demostrado siempre un nulo interés por el concepto mismo de la autodeterminación, en cualquiera de sus múltiples significados, sobre todo si entrañaban alguna sombra sobre la unidad nacional española.
En los últimos años ochenta por ejemplo, en el PNV y en Euskadiko Ezkerra va prevaleciendo una versión auto-determinativa que conecta con el austro-marxismo reformador de inicios del siglo XX. En esta versión, la autodeterminación se concibe más que como un acto instantáneo como una dinámica gradualista de auto-administración que se realiza a través de la democracia y el autogobierno, mediante una distribución federalizante del poder a las comunidades territoriales y/o nacionales. Simultáneamente, el mundo de Herri Batasuna y ETA se va empapando de una curiosa mixtura entre dos concepciones a cual más radical: por un lado, la leninista, que la concibe como un derecho universal y unilateral de los pueblos a disponer de sí mismos, ilimitado e incondicionado, cuya realización siempre va unida a un acto instantáneo, y, de otro lado, la etnicista de Guy Heraud, como derecho colectivo fundamental, anterior a los estados y a la propia organización democrática, que es previo al ejercicio efectivo de todos los demás derechos humanos individuales, cuyo sujeto son los grupos étnicos, de fundamento iusnaturalista, y que en esos años alcanza un éxito extraordinario en la parte del clero vasco identificada con la izquierda abertzale.
El intenso debate que precedió a la primera declaración del Parlamento vasco a favor de la autodeterminación, efectuada el 15 de febrero de 1990, confirmó la diversidad de concepciones en el mundo nacionalista vasco, dentro de la cual, pese a que en ese momento todavía mantuvo una posición predominante la versión gradualista sostenida principalmente por Euskadiko Ezkerra y el PNV, se pudo observar ya un creciente deslizamiento favorable a las versiones más radicales y maximalistas.
En los últimos años, desde el pacto de Lizarra por marcar una fecha, hay una alta homogeneidad en el modo de concebir la autodeterminación por el mundo nacionalista-vasco. Dicho de manera clara y breve, desde entonces prevalece un nuevo canon de interpretación que asume plenamente la versión más radical y maximalista: como una capacidad de decisión política absoluta y unilateral, ilimitada e incondicionada, innegociable e irrenunciable, un punto cero de la democracia, que los demás tienen que reconocer incondicionalmente, que se realiza a través de un acto instantáneo (una consulta, un referéndum)… Hasta tal punto predomina esta interpretación que las otras formas de entender la autodeterminación más matizadas y gradualistas, antaño bien reconocibles, apenas se manifiestan en público y son hoy día una auténtica rareza.
Bajo el mito y el tabú… Cada vez que se habla a favor o en contra de la autodeterminación, lo políticamente correcto en amplios ambientes es que lo hagan como si se tratara de un mito (en su doble sentido: de leyenda simbólica de carácter religioso y de cosa falsa, inventada o imaginaria) o bien de un tabú (lo que está terminantemente prohibido), esto es, como si fuera una cuestión sagrada en ambos casos, lo cual concuerda con el origen religioso de esos dos términos.
Las consecuencias de esto no son nimias.
El objeto de la reflexión, el derecho a la autodeterminación, deja de ser una idea discutible como todas para convertirse en sus manos en materia intocable, sagrada. Cuestionar la ortodoxia es un auténtico tabú, que sitúa automáticamente a quien lo hace a extramuros, en el bando de los otros. Matizar y relativizar el concepto mismo de la autodeterminación va a contracorriente. No se ve sentido al empeño en distinguir -para no mezclar ni confundir unas cosas con otras- su triple dimensión histórica: un criterio o principio político-moral para organizar el poder público, un movimiento político-social o un hecho pro-autodeterminativo concreto, un derecho positivo que convierte en ley los impulsos provenientes de las ideas o los hechos. No se pueden mentar siquiera sus puntos débiles o sus consecuencias perturbadoras, que las tiene como cualquier otra idea u obra humana, etc. Así que, en ese ambiente, hoy por hoy casi nadie se anima a poner en entredicho el canon de lo políticamente correcto: a nadie le gusta que le miren como un bicho raro o como un traidor. Y por eso, a lo más que se llega es a considerar como materia discutible y negociable el ejercicio o la aplicación del derecho.
Otro tanto cabe decir del mundo anti representado política e ideológicamente por el PP y por una vasta intelectualidad que pierde los estribos cada vez que sale a la palestra el asunto de la autodeterminación. En su caso se da el mismo miedo a moverse y a no salir en la foto, la misma rigidez, la misma sacralización, la misma renuencia a revisar sus propios argumentos, idéntica resistencia a considerar las razones contrarias, el mismo horror a examinar las consecuencias que acarrea su posición, el mismo vértigo ante la posibilidad de asomarse al cuestionamiento de las ideas que más identifican (en este caso una cierta idea bastante cerrada de España). De modo que su único criterio es señalar lo prohibido: que “la constitución no reconoce a los vascos ningún derecho de autodeterminación”, que “los vascos nos autodeterminamos dentro de España”.
Así las cosas, con un debate sometido al imperio del mito y el tabú, no puede prosperar una discusión racional sobre la autodeterminación. No hay diálogo, no hay intercambio de razones, no hay deliberación… unos y otros no se escuchan de verdad ni atienden sus respectivos argumentos, que solamente se tienen en cuenta para ver si pueden devolvérselos, como un boomerang, al adversario político. Cada parte ha de seguir un guión muy endeble sustentado en las medias verdades o las medias mentiras, en frases rotundas aunque no aclaren nada, en silogismos en bárbara más que en razonamientos consistentes, en concebir la doctrina como trinchera de separación del otro y como arma para embestir contra él, en argumentos exageradamente simplistas y reduccionistas, en la repetición hasta el aburrimiento, como si fuera un mantra, de apenas media docena de aparentes ideas.
Y también bajo el cálculo. Sería ingenuo pensar que detrás de esta confrontación no hay más que un choque de dogmas incompatibles entre sí. A mi juicio, cada vez parece más claro que responde, además, a un frío cálculo del propio interés político-electoral, y, a partir de ello, a una destacada obra de ingeniería político-ideológica, puesto que se trata de canalizar los sentimientos de la ciudadanía en concordancia con dicho cálculo.
Entre los partidos de confesión nacionalista-vasca hay una lucha por la primacía dentro de su mundo, que lleva a su vez a una pugna al alza por la representatividad de la radicalidad nacionalista. En este caso, el cálculo exige borrar las fronteras ideológicas que se habían levantado en las décadas pasadas entre un nacionalismo moderado y un nacionalismo radical, entre otros asuntos en lo relativo a la manera de entender la autodeterminación. ¡Aquí, nadie quiere parecer menos nacionalista!
Dentro del nicho electoral al que pretende representar el Partido Popular ocurre algo parecido. En su pugna con el Partido Socialista por el acceso al gobierno, el PP ha decidido que debe concentrar todo el voto de la derecha y el centro-derecha, incluida la extrema derecha, y que, para esto, debe satisfacer plenamente el sentimiento nacional español más cerrado e, inseparablemente unido a éste, un sentimiento anti respecto al conjunto del nacionalismo-vasco. Su cálculo es que este cierre genere una reacción de desprecio a España por parte del bando pro, y que, una vez conseguido esto, puedan parasitar en ese clima de agravio y no se vean apremiados a tener que hacer ningún movimiento.
No quiero decir con esto que el cálculo político sea en sí mismo una perversión. Determinar o calcular cuáles son los intereses particulares de los partidos y cual es la forma de satisfacerlos es consustancial a los sistemas democráticos parlamentarios. Lo problemático viene a continuación: considerar como un absoluto el punto de vista particular, perder de vista la pluralidad de la sociedad y su radical diversidad que incluye tantas veces un conflicto de bienes inconmensurables, utilizar doctrinas y creencias (por ejemplo, sobre el derecho a la autodeterminación) como herramientas instrumentales para mejorar la propia posición en la lucha por el poder, servirse de un tipo de comunicación entre los partidos y la ciudadanía que sustituye las razones por las consignas y el adoctrinamiento, sostener el discurso político en la exageración, en una dramatización y sobreactuación que raya tantas veces en el cinismo…
Una pregunta inquietante. ¿Hasta qué punto está penetrando en la sociedad esta sacralización de la autodeterminación? ¿Se está conformando una realidad sociológica y un sentimiento popular, por una parte y otra, que consolidarían la confrontación actual (y la incomunicación que la sustenta) e impedirían de raíz toda posibilidad de un tratamiento más racional y razonable del conflicto de intereses y perspectivas que tenemos entre manos? De ser así, estaríamos en una situación muy preocupante.
De momento, la evolución negativa más clara a este respecto es la que se está dando en la España que intenta representar el PP, sometida a un incesante bombardeo de ideas y actitudes manifiestamente cerradas y hostiles a una revisión de la definición de España que satisfaga más y mejor a la parte minoritaria de la ciudadanía española representada por unos nacionalismos periféricos distintos y alternativos al nacionalismo español.
En la parte de la sociedad identificada con las distintas opciones nacionalistas-vascas, la evolución de las cosas, lejos de ser tan clara, tiene algo de desconcertante. Por un lado parece que ha habido un avance neto de la unanimidad nacionalista y de la radicalidad en el sector más ideologizado, sobre todo en la élite política e intelectual. Sin embargo, el cuadro electoral de esta década -con manifestaciones tan contrarias como los resultados del 2001 y el 2005- muestran que los movimientos de esa parte de la sociedad vasca no son tan unívocos ni tan unidireccionales. El lehendakari Ibarretxe tocó el cielo en las elecciones del 2001 y perdió uno de cada tres votos en las del 2005,
El nudo principal. A primera vista estas dos posiciones, pro y anti, parecen definir dos campos antípodas, pero lo cierto es que tienen en común cosas sustanciosas.
En ambos casos, la posición propia sobre la autodeterminación (pro o anti) se considera como algo sagrado y, por tanto, un asunto cerrado; no hay nada que discutir. Por eso, tanto la mitificación de la autodeterminación como su satanización van acompañados de una ristra de contundentes adjetivos (irrenunciable, innegociable, inalienable, indivisible, indiscutible, inagotable…) que además son en un caso u otro perfectamente intercambiables.
Por otra parte, en este antagonismo (pro / anti), curiosamente, ambas posiciones se alimentan entre sí, como parásitos que no pueden estar el uno sin el otro, incapaces de salirse del círculo vicioso en que viven de hecho. De modo que hay un interés convergente en mantener las cosas en los términos en que hoy están. En el fondo, comparten una posición conservadora: el miedo a que la desacralización les desnude.
Quienes consideren poco razonable esta comparación acerca de cómo se sitúan ante el asunto de la autodeterminación el conjunto del nacionalismo-vasco y el mundo al que representa el PP han de tener en cuenta una observación fundamental. Me refiero al hecho de que, en la situación política e institucional actual, bajo la amplia capacidad de decisión propia o autogobierno que posibilitan las instituciones emanadas del Estatuto vasco y del Amejoramiento foral navarro, no está justificada la diferencia ontológica que algunos establecen entre la posición pro y la posición anti, como si la primera tuviera un contenido inequívocamente libertario y la segunda un significado netamente antidemocrático y reaccionario.
Es obvio que esta mirada binaria resulta muy confortable, pues adjudica un plus de superioridad moral y política a quienes la sostienen. Algo sé de esto, pues he sostenido y compartido esa creencia autocomplaciente durante años. Pero las cosas ya no son así.
Aquí y ahora, en esto de la autodeterminación, no estamos asistiendo a una película de buenos y malos, los primeros a favor de ella, los segundos negando por la fuerza un derecho democrático. Aquí y ahora, a este respecto, no hay una confrontación entre una supuesta legitimidad democrática (de una mayoría de la sociedad vasca a favor del derecho a decidir) y una legalidad impuesta arbitrariamente por una mayoría española y ajena a la sociedad vasca. La realidad social y política, esto es, la evolución de nuestra sociedad, y, con ella, de nuestro sistema político, desde el franquismo y la transición post-franquista hasta hoy, desmiente ese esquema en la actualidad, desautoriza el maniqueísmo que lo sustenta y coloca las cosas en otro plano distinto: en la existencia de un conflicto de criterios y de intereses y de perspectivas entre diferentes maneras de entender el bien general.
Abriendo otros caminos. Afortunadamente, no todo el mundo está preso del mito y el tabú. Por ejemplo, en el diálogo político que se ha abierto para favorecer el incipiente proceso del final de ETA, el presidente del PNV Josu Jon Imaz maneja un concepto de pluralidad, de la necesidad del pacto (tanto en el interior de la sociedad vasca como con el resto de la sociedad española) y un criterio de auto-limitación en el mismo para que pueda representar ampliamente las diversas sensibilidades existentes, cuyo trasfondo desborda ampliamente el canon sagrado de lo correcto y lo prohibido. Otro ejemplo: el PSE, cuya dirección se ha pasado en bloque -con el aval de ZP- a una línea de argumentación más flexible y ya no a la defensiva: centrada en la afirmación de otra idea del derecho a decidir o de autodeterminación, desde una perspectiva no nacionalista, ni vasca ni española, pero que integra ambos sentimientos de pertenencia, y en una voluntad política abierta al diálogo entre diferentes.
Estos dos ejemplos apuntan en la misma dirección: hacia un compromiso en la exploración de la posibilidad de pactar una interpretación común del derecho a decidir o derecho de autodeterminación. ¿Cabe definir un terreno de coincidencias y divergencias sobre esto que podamos compartir el conjunto de la sociedad vasca habida cuenta su pluralidad? Lo menos que se puede decir a estas alturas es que, para responder a esta pregunta, hay que adentrarse en la exploración concreta de esa posibilidad.
No oculto, por mi parte, que me gustaría que tal cosa fuera posible y que la considero muy conveniente para civilizar y encauzar el conflicto de intereses y perspectivas que aquí tenemos. Pero, dicho esto, añadiré que, como creo que ello no puede venir sino de la mano de una desactivación de la actual sacralización doctrinal y esto no se puede hacer de la noche a la mañana sino que requiere su tiempo, habrá que tratar de hacer otro cesto de momento y con otros mimbres. Así que, de momento, habremos de plantearnos otras metas más accesibles: asegurar una normalización civilizada de nuestra convivencia y conseguir algunos progresos en lo relativo a la interpretación de la autodeterminación.
Por ejemplo, sería un progreso reconocer que compartimos una concepción de la libre decisión o autodeterminación como ejercicio cotidiano y normalizado de la democracia, que se materializa mediante las formas indirectas de participación política en los distintos ámbitos institucionales de los que formamos parte: municipal, provincial, autonómico, español, europeo, y se restringe en todo caso a lo que es propio de cada ámbito. Esta acepción del derecho a decidir está presente en la Declaración de febrero 1990 sobre el derecho de autodeterminación aprobada por la mayoría absoluta del Parlamento Vasco con los votos de PNV, EA y la desaparecida Euskadiko Ezkerra.
También lo sería reconocer que compartimos el derecho a ratificar mediante un referéndum la reforma de nuestro régimen político tanto en su vertiente interna (el pacto entre los ciudadanos y ciudadanas de la comunidad política) como externa (el pacto con el resto de la ciudadanía española y, de rebote, con la UE). Cosa que está incluida en el Estatuto Vasco de 1979 y de la que se “olvidó”, por cierto, el Amejoramiento navarro por miedo a las formas de democracia directa mediante un falso pretexto “foralista”.
El tercer escalón es más complicado. ¿Cuál es el término medio entre un modelo de relación confederal que no satisface en absoluto al grueso de la sociedad española y un estado de las autonomías que no satisface suficientemente al grueso del nacionalismo vasco? No se sabe de antemano, no está trazada la raya, no hay una respuesta ideal a esta pregunta. Pero sabemos que las circunstancias actuales (de toda clase: políticas, sociales, la internacional, la estatal, la Unión Europea, etc.) no son las de la transición post-franquista ni tampoco las de las dos experiencias republicanas habidas.
José Mª Ruiz Soroa ha fijado el otro meollo del asunto, sobre todo para el caso de que fracase la aproximación de posiciones, en un reciente artículo: “…en el fondo no nos tomamos la democracia en serio, en el sentido de someternos a sus consecuencias obligadas en el tema nacional. Entre ellas descuella la de que no puede excluirse constitucionalmente la posibilidad de que una parte de la población quiera secesionarse del resto. Este hecho será sin duda un fracaso de la convivencia, será un ultimum subsidium, pero es un hecho y hay que regularlo en forma accesible para la minoría afectada. En un Estado de Derecho los hechos desagradables no se esconden, sino que se normativizan”. (“El bricolaje como solución”. El País, 8.11.06). En este caso, ¿cómo se guisa esta regulación de las posibilidades de secesión que no parece posible sin una reforma de la constitución y por tanto si no se cuenta con la mayoría suficiente para llevarla a cabo? ¿Estamos ante una tarea ajena al nacionalismo-vasco y que sólo interesa y compete a los “españoles”?
Creo que en estas cuestiones hay materia de sobra para una discusión de la autodeterminación que sea realmente fructífera. Y creo también que sin progresar por estos caminos no podremos achicarle el espacio al mito y al tabú.

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