miércoles, 30 de mayo de 2007

Los nudos no gordianos del fin definitivo de ETA. Javier Villanueva


Javier Villanueva Los nudos no gordianos del fin definitivo de ETA(Hika, 186zka. 2007ko otsaila. Página Abierta, 179, marzo de 2007)

Desde una perspectiva que trata de dar una importancia primordial a los razonamientos y a los valores y que pretende centrarse en lo esencial, he seleccionado estos cuatro nudos que impiden o dificultan el paso al fin definitivo de ETA. Un rasgo común de todos ellos es que hasta ahora no ha habido manera de deshacerlos. Y otro, que se han mostrado irreductibles a los atajos (y sobre todo a los más tajantes), razón por la cual no se les puede aplicar el nombre de aquel insoluble nudo gordiano de la leyenda que deshizo con su espada, de un solo tajo, Alejandro Magno. Primer nudo: el juicio sobre ETA Se ha dicho que una clave fundamental para que el “proceso de paz” tenga éxito consiste en la ambigüedad, en que ETA pueda justificar al mismo tiempo tanto el abandono de la violencia como la persistencia en ella durante décadas. Así pues, de acuerdo con esa proposición, no se trata de entender el comportamiento de ETA, y en particular que pueda necesitar y querer tal cosa, sino de que propiciemos tácita o expresamente dicha ambigüedad y la consideremos además una buena salida. ¿Hay que ayudarle a ETA a construir este relato? ¿Es ésa la pista de aterrizaje que necesita? Lo que está en juego tras ese planteamiento no es cosa de poca monta: el juicio de valor (moral, político e histórico) que tenemos de ETA, la valoración de su trayectoria de medio siglo que ha implicado ya a tres generaciones y que atraviesa muy diferentes circunstancias, el sentido de su pertinaz persistencia en este siglo XXI y en una sociedad rica del Primer Mundo... No creo que sea un acierto dejar el campo libre a un juicio muy arraigado en una significativa parte de la sociedad: la consideración de ETA como una gran epopeya. ETA es su mito. La ven como “la expresión más dura, comprometida y descarnada de la resistencia secular de un pueblo pequeño a dos poderosos Estados”, un sinónimo de heroicidad y de coherencia pese a soportar un altísimo coste, el símbolo de “lo mejor” de la sociedad vasca. ¿En nombre de no entorpecer la buena marcha del “proceso de paz”, debe rebajarse o incluso silenciarse la opinión de que ETA es sinónimo de una equivocación que ha roto la vida de infinidad de personas y que ha repercutido muy negativamente en el conjunto de la sociedad vasca y en el resto de la sociedad española? ¿En nombre de que no toca insistir ahora en cosas que puedan molestarles, debemos dejar de decir que lo sustancial en ETA no es una determinada creencia, una concepción del País Vasco (inocua como tal: la sociedad abierta es capaz de albergar las creencias más peregrinas), sino el hecho de vivirla con fanatismo (con intransigencia e intolerancia) y, sobre todo, la pretensión de imponer sus ideas a base de amedrentar a las gentes? No creo que sea un acierto tal inhibición. Ni tampoco creo que haya que hacerlo ante la ecléctica visión de ETA como un mal y un bien al mismo tiempo, como epopeya y tragedia. En el fondo de esta yuxtaposición late una valoración ambigua de ETA fundamentada en un relativismo moral muy frecuente en la izquierda que se considera más a la izquierda y que ve a ETA con empatía, desde cierta afinidad común. Lo esencial es que la persistencia de ETA nos interpela sobre el sentido de su violencia de manera incesante. ETA tiene una necesidad imperiosa y constante de justificarse habida cuenta su esencia autoritaria. ¿Para qué ha servido tanta tragedia causada a otros (las víctimas de sus atentados, especialmente los asesinados: más de ochocientos) o que ha infringido a sus propios miembros y a su propio entorno? Esta pregunta tiene una respuesta tan dura y dramática que ni ETA ni su entorno pueden soportarla y necesitan encubrirla. La batalla entre la deslegitimación y la legitimación de ETA ha conocido unos resultados muy diferentes. Aunque sea menor y más tibia que antaño, todavía tiene demasiada legitimación; prueba de ello es que en el mundo sociológico de Batasuna su persistencia actual se justifica con un argumento tautológico: el hecho de que ETA siga es porque está justificado que siga. Y si miramos hacia atrás, no es posible eludir que la presencia tan prolongada de ETA en un sistema democrático y en sociedades satisfechas como la vasca y la navarra revela un formidable fracaso de su deslegitimación frente a su legitimación, un fracaso que salpica al conjunto de la sociedad. En los últimos 15 años el resultado de tal batalla se ha escorado en el sentido contrario debido a la fuerza de un triple juicio muy negativo acerca del valor de ETA. Un primer argumento ha sido el juicio político de que ETA sobra y estorba a la causa nacionalista vasca, esto es, no sólo que no sirve para conseguir los objetivos de dicha causa sino que la perjudica. El segundo, la percepción de ETA como un anacronismo histórico, fuera de tiempo y de lugar. Finalmente, está la creciente presencia de otro tipo de juicio de valor, fundamentado en principios morales y democráticos: que ETA vulnera los derechos fundamentales de las personas contra las que atenta; que matar al que piensa o siente de distinta manera y aterrorizar a personas representativas de la parte no nacionalista vasca de la sociedad es una aberración moral y política; que su proyecto político es autoritario, que atenta contra un aspecto básico de la democracia: la participación política de la sociedad y su construcción autónoma... Pero desde que la propuesta de Zapatero de un final dialogado de la violencia de ETA obtuvo el aval del Congreso, el balance de esta batalla entre la deslegitimación y la legitimación de ETA no es tan positivo. En este tiempo, la tendencia se ha detenido y hasta se ha invertido algo, sea porque ha primado la condescendencia a cuenta del alto el fuego, sea porque la deslegitimación de ETA ha quedado casi en exclusiva en manos de los detractores del final dialogado, sea porque se ha creado un clima en el que ha llegado a parecer inoportuno abundar en la deslegitimación de ETA. Pero lo peor de todo es que, en este clima de cierta confusión y desconcierto, ETA se ha sentido estimulada a exigir algún logro político que “materialice” la justificación de su pasado. Segundo nudo: el equilibrio ante las injurias La credibilidad de la deslegitimación de ETA se resiente si no se entra también en las oscuridades de una lucha contra ETA desde los poderes estatales plagada de actuaciones que han minado la legitimidad del Estado de derecho, envenenando el clima vasco en una interminable espiral de agravios. No podemos olvidar las demandas de justicia, desatendidas hasta la fecha, de las víctimas de torturas, o de operaciones de guerra sucia, o del retorcimiento injusto e inhumano de las leyes penitenciarias... Ni tampoco podemos olvidar que las acciones más indignas de la lucha contraterrorista no han escandalizado durante años a una opinión pública que, o bien las justificaba más o menos, o bien miraba hacia otro lado. Aunque tengan distinta entidad que los atentados de ETA (pues nadie se jacta de ellos), por su naturaleza, son tropelías tan injustificables como las de ETA. Desde el punto de vista político, son además viejas torpezas que realimentan a ETA, le sirven de pretexto para persistir y le ayudan a reproducirse. Tanto por equidad y justicia como por oportunidad política, debe haber un cierto equilibrio en la dedicación que hemos de conceder a las injusticias que ha causado ETA y a las injusticias relacionadas con el mal uso del monopolio legal de la violencia por parte de los poderes estatales. Ese equilibrio es necesario no sólo para la legitimidad moral, que exige mirar en ambas direcciones. También lo es por una razón de pura prudencia política. El que se muestre una clara voluntad política de someter el lado oscuro del poder estatal a la legalidad y de no permitir su impunidad, es imprescindible, bien sea para defender con credibilidad la deslegitimación de ETA ante los varios miles de personas que han sido víctimas de tropelías realizadas por los servidores del Estado desde la instauración de la democracia, o bien sea al menos para achicarle a ETA sus pretextos y sus posibilidades de reproducción, o bien sea para no dejar que crezca un monstruo al margen de la ley y de la ética.Es evidente que ETA se ha empeñado en que el mero enunciado de estas cosas, y tanto más el conseguirlas, sea francamente difícil. Sobre todo en el resto de España, que viene soportando los peores atentados de ETA en los últimos veinte años. Tercer nudo: la persistencia del relato nacionalista ¿Es realista plantearse que ETA y su “entorno” pierdan toda esperanza de justificación en una parte significativa de la sociedad habida cuenta la cobertura que frecuentemente le presta un relato nacionalista vasco que carga la mano en dramatizar el denominado “problema nacional vasco” y en concebirlo (¡todavía!) de un modo épico y agónico? A mi juicio, no hay duda de que no es realista. Es más, pienso que a estas alturas está tan enquistado ese relato en la retórica política vasca y en las identidades individuales de tantas personas, que resulta imposible de desactivar a corto plazo. Aquí nos adentramos en un par de asuntos espinosos. Uno, la corresponsabilidad en la persistencia de ETA del otro nacionalismo vasco: el comprometido con el sistema democrático y de autogobierno que emerge de la transición posfranquista. Dos, el que el nacionalismo vasco no haya emprendido una revisión doctrinal y mantenga el meollo fundamental del relato fundacional formulado por Sabino Arana en la última década del siglo XIX, hasta el punto de haber convertido dicha revisión en un verdadero tabú y de tener que actualizarse una y otra vez sin tocar la vieja doctrina. Una doctrina cuyos conceptos básicos se llevan mal con la pluralidad de una sociedad tan diversa, abierta y compleja como la nuestra actual. La cosa se complica aún más si se tiene en cuenta que ese relato nacionalista vasco no revisado del que se nutren ETA y su “entorno” (en la práctica es como un salvavidas que le permite capear los momentos de mayor tempestad) se realimenta a su vez de un españolismo no menos entregado al exceso épico y dramático sobre el ser de España y su unidad. Y todavía se complica más si se tiene en cuenta que ambos dos relatos han penetrado profundamente, asimismo, en la izquierda antifranquista (y en su herencia), contaminándolas de uno u otro en cada caso. Rascando en todo esto nos topamos con otros males de fondo de nuestra cultura política: la falta de realismo, el tribalismo de ignorar a los que no son “de los nuestros”, la sacralización de la política... Hay una exagerada sacralización de algunos conceptos políticos, sobre todo de los relacionados con el sentimiento nacional: la propia nación, la identidad nacional, el sentido de pertenencia nacional, lo mismo si los formula cierto nacionalismo vasquista que cierto nacionalismo españolista. Pero incluso los referentes más activos del campo que se reivindica no nacionalista tampoco se libran de sacralizar algunos conceptos que manejan profusamente: por ejemplo, el texto constitucional. Cuarto nudo: la “pista de aterrizaje” de ETA ¿Cómo se consigue que ETA abandone y que desaparezca su violencia cuando hasta ahora ha demostrado reiteradamente que no está dispuesta a hacerlo si no se le admite lo que exige, cosa que no puede prosperar por otra parte en una sociedad democrática como la nuestra? Este es el meollo del asunto. Consciente de su fecha de caducidad, ETA exige un finiquito (de naturaleza política, por supuesto)y quiere negociar su cuantía y el tiempo y forma de su “materialización”. Ésta es su pista de aterrizaje, concebida como el requisito imprescindible de un final “digno”, “sin humillaciones”, “sin vencedores ni vencidos”, pero que a muchos nos parece un final “bajo palio” inaceptable en una sociedad democrática. A estas alturas, debe reconocerse que no ha habido forma de deshacer este nudo. Se puede decir que se han intentado todos los caminos y que todos han fracasado: el del palo y tente tieso; las muy diversas combinaciones del palo y la zanahoria; el pacto de Ajuria Enea, que incluyó a la Alianza Popular de Fraga; el excluyente pacto nacionalista vasco de Lizarra; el sesgo antinacionalista vasco del pacto por las libertades y contra el terrorismo del PP y PSOE; la zanahoria del demediado plan ibarretxiano y de su pertinaz “diálogo hasta el amanecer”; la oferta reciente de un final dialogado de Zapatero... De todo lo cual, habría que sacar al menos algunas lecciones claras sobre el camino a seguir. Parece que a ello se están aplicando ahora todas las fuerzas que apoyaron en el Congreso el final dialogado, en especial las más implicadas en la implementación de esa fórmula: el PSOE-PSE y el PNV. Y parece que lo están haciendo con un realismo optimista, basado en la convicción de que ETA no tiene ninguna carta en la manga (pues su futuro es de ruina total si pretende seguir), y con más modestia que en otras ocasiones. ETA nunca se ha visto ante un dilema como el que ahora tiene delante tras el atentado de Barajas: o bien abre la puerta a normalizar la vida de sus miembros a costa de renunciar al ejercicio de la violencia y de abandonar su proyecto autoritario, o bien no renuncia a esa condición (porque “es su naturaleza”, como dijo el escorpión a la rana) y persiste en sus atentados o en la amenaza de que pueda hacerlos (¿por cuánto tiempo más?), y aumenta el número de sus víctimas (¿cuántas más?), y sigue llenando de números rojos su cuenta de resultados, y continúa exigiendo a sus propios miembros y a las gentes de su entorno que soporten (¿hasta cuándo?) las condiciones dramáticas (cárcel, exilio, clandestinidad, vidas rotas...) que acarrea inevitablemente esta opción. Este dilema, así planteado, centra las cosas en un fundamento sólido: el propio beneficio que es posible de lograr por parte de ETA, esto es, su interés en evitar la ruina que le espera si no perciben con realismo cuál es su situación. Pero va de suyo que tal dilema no vale nada si no hay una sociedad y unos líderes políticos capaces de sostenerlo con claridad, firmeza y buena mano. Tras el atentado de Barajas esto se concreta en un cuadro mínimo de exigencias a ETA: a) su abandono incondicional y definitivo antes de empezar a hablar de cualquier cosa; b) ninguna esperanza de lograr un premio político por dejarlo y de justificar su pasado: no hay ninguna negociación política pendiente a cuenta de facilitar el fin de ETA; c) que el único incentivo al que puede aspirar es el de poder engancharse a la generosidad de la sociedad democrática, y ello en pura reciprocidad con sus propias actitudes y comportamientos. Moratoria para la discusión y decisión política No se discute ahora el principio democrático de que el diálogo y las decisiones políticas son una competencia exclusiva de los representantes legítimos de la voluntad popular, ni se discute que ello lo han de hacer sin presiones ilegítimas como la que ejerce ETA. No se discute ya, por tanto, que no hay en ciernes ninguna negociación política con ETA. Tal negociación está completamente descartada por ilegítima. El debate está centrado en el plano más pragmático de la política: en si conviene o no (si es oportuno o no) que nuestros representantes legítimos, por su propia voluntad y convicción, tomen la iniciativa de impulsar algunos cambios políticos que puedan asentar el abandono definitivo de ETA y la integración de todo su mundo en el sistema político. Tal opción, si bien con concreciones muy diferentes entre sí, se encuentra en el punto 10 del pacto de Ajuria Enea (enero de 1988), el plan Ardanza (marzo de 1998), el pacto de Lizarra (septiembre de 1998) y el plan Ibarretxe (2002-2004). No se discute su competencia para tomar tal decisión ni su legitimación democrática. Son competentes y están legitimados. Está a debate la oportunidad política de las concreciones de esa decisión, incluida su calidad político-moral (o legitimidad político-moral), y sobre todo el alcance de sus consecuencias (aun de las no previstas). Está sobradamente demostrado por una dilatada experiencia que asociar el final de ETA a algún tipo de cambio político es una vía segura para empeorar las cosas y no para mejorarlas, más allá de las intenciones de sus impulsores. Aparte de otras objeciones de principio a su carácter ventajista (es una forma más o menos descarada de “pasar la boina”) o chantajista, ese modo de concebir el final de ETA, lejos de incentivarle al abandono, ha reactivado su insaciabilidad y su irrealismo, y, por consiguiente, su persistencia, ante la imposibilidad de darle lo que pretende. Así las cosas, habría que darle cancha a la única hipótesis de trabajo que no se ha aplicado a fondo, y, por tanto, la única que no ha fracasado todavía y que merece una oportunidad por ello: que nuestros legítimos representantes políticos, por propia voluntad y convicción, tomen la decisión de posponer la discusión y la decisión sobre el marco político que tenemos y sobre si hay que reformarlo y en qué sentido hasta que se produzca el abandono definitivo de ETA y hasta que todo su mundo decida integrarse en el sistema político en igualdad de condiciones democráticas que los demás. Dicho en el lenguaje bilbaíno de antaño contra los aprovechateguis, se trata de que ETA y Batasuna tengan la certeza de que no se les va a aceptar aquello de que “a cuenta de la Villa, chaqueta amarilla”.

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