Letra más bien pequeña donde rara vez moraban los diálogos. Páginas vulgares numeradas abajo en el centro, fáciles de pasar. La mirada yendo de izquierda a derecha domesticada por la letra de la escritora. Era fácil dejarse llevar por la trama. Poco a poco emergía una compleja red de causas que explicaba aquella locura. Algunas más evidentes, otras sólo intuidas, la mayor parte simples engaños. Pero la trama avanzaba dando paso a conjeturas y dejando atisbar ciertos finales posibles.
Los capítulos eran cortos, rápidos, de no más de siete u ocho páginas. Lo suficiente para que el alma de la novela pudiera salir a borbotones, con la tempestuosidad de quien siente la presión de algo que hay que contar. Sí, una historia, un secreto, un dolor que lo es porque no explota. Por eso no había espacio para descripciones detalladas. Trazos rápidos que dibujaban escenas huérfanas de sentido único. Quien leía proyectaba sentimientos para rellenar los huecos de la razón.
Por eso cuando aparecieron 21 páginas en blanco y un final sin escribir, el libro rompió a llorar. Había muchas formas de morir.
Julen Iturbe-Ormaetxe